CULTURA

La ciudad de la furia

Cuando los pactos sociales se quiebran (como pasó con la hiperinflación en 1989 y la extrema crisis social de 2001-2002) es muy difícil que la sociedad por sí misma vuelva a construir normas de convivencia civilizadas. Librada a su propia dinámica decadente, la vida se va degradando. O la sociedad se compromete a cambiar ese estado -con un gobierno capaz de liderar la mejora- o se continúa en el camino del desastre.

Daniel Molina


Hace 30 años Buenos Aires era un ciudad ordenada, limpia y relativamente silenciosa. Es casi imposible creerlo hoy (cuando la ciudad se ha convertido en una de las más ruidosas del planeta, está permanentemente sucia y es un caos en todos los sentidos). Pero era así. En 1988 era muy difícil encontrar basura tirada en la calle. La música se ejecutaba en locales habilitados para tal fin (y que debían demostrar, muy estrictamente, que el sonido no lograba invadir el exterior: el boliche Cemento se llamó así porque hasta que no puso tanto cemento en su estructura como para que no se escuchara la música en el exterior, la municipalidad de 1985 no lo habilitó). El tránsito era relativamente ordenado y el servicio de transporte público funcionaba bastante bien: era posible ir de Palermo a San Telmo -en el 39, por ejemplo- en poco más de media hora. Sin embargo, ya existía en germen todo lo que iba a transformar a Buenos Aires en “la ciudad de la furia”, como la definió Gustavo Ceratti en 1988, antes de que todo estallara.

Buenos Aires era en 1988 una especie de decorado gigantesco. Todo estaba bien, pero debajo de la fachada, nada funcionaba. En 1988 era casi imposible conseguir que la empresa estatal de teléfonos (Entel) instalara una línea. El diario La Nación publicaba todas las semanas cartas de lectores que “festejaban” los 15, 20 y hasta 30 años que llevaban haciendo trámites para que le instalaran un teléfono (y, por supuesto, seguían sin que se lo instalaran).

Buenos Aires era en 1988 una ciudad a oscuras: todos los días había cortes de luz en todas partes. El gobierno de Raúl Alfonsín, ante la imposibilidad de suministrar el servicio de electricidad por el que les cobraba a los contribuyentes, había programado cortes de seis horas diarias por hogar. La parte positiva era que cada familia sabía en qué horas no iba a tener electricidad en su casa. Lo negativo era que muchas veces las seis horas se extendían bastante más (o comenzaban mucho antes).

Buenos Aires, sin embargo, se mantenía en pie. Seguía limpia, ordenada y relativamente silenciosa. Sin luz (ni agua), sin teléfonos, con huelgas constantes que hacían colapsar la vida cotidiana, la ciudad se mantenía en pie con dignidad. En gran parte eso se debía a que existía todavía una cultura urbana de larga tradición: vivir civilizadamente en conjunto. El respeto por los otros.

En 1989 todo eso se terminó. La hiperinflación (y sus brutales consecuencias sociales) hizo que el pacto de convivencia que había mantenido en pie a la ciudad se desvaneciera. Es en ese momento en el que aparece (y se convierte en hit) la canción “La ciudad de la furia”. Parecía que la propia ciudad estaba hablando de sí misma: de lo que le pasaba, de la forma en la que estaba colapsando. Nunca más volvió a ser la misma.

Buenos Aires es, desde entonces, la ciudad de la furia. El pacto de vivir civilizadamente se rompió. Y a ninguna fuerza política, cultural o social eso le importó en lo más mínimo. De golpe, para poder comer, miles de personas comenzaron a buscar restos de algo digerible en la basura. Y esa búsqueda, obviamente, no era “limpia” ni “civilizada”. La degradación de la existencia lleva a la degradación de los modos. Por primera vez, durante 1989 Buenos Aires vio sus calles inundadas de restos de basura por todas partes.

La mugre llama a la mugre. El destrozo autoriza al destrozo. La violencia justifica la violencia. En unos meses se hizo carne que cualquier cosa estaba permitida porque total no existían los frenos ni valía la pena vivir en sociedad. Los desesperados tiraban los restos de basura que no consumían en la calle. Y los que no estaban desesperados se dijeron que “ya que todo está hecho una mugre” da lo mismo tirar mi basura en el tacho o directamente en la calle. Y la mayoría se dedicó a basurear la ciudad.

 Lo mismo sucedió con el ruido, que es la basura que nos taladra el cerebro. En 1988 era difícil (incluso porque la tecnología de la amplificación no lo permitía) que la gente impusiera su ruido a los demás. Y cuando sucedía que alguien hacía ruido hasta muy tarde o de manera muy estruendosa, la mayoría le ponía límites de todo tipo (que solían funcionar). Hoy eso nos parece una utopía en una ciudad en la que todo el mundo hace fiestas en todas las terrazas que existen (son miles), en las veredas o dentro de los autos. Y no existe posibilidad de poner límites a semejante despropósito. Por eso Buenos Aires es una de las cinco ciudades más ruidosas del planeta.

Cuando los pactos sociales se quiebran (como sucedió con la hiperinflación en 1989, reforzado por la extrema crisis social de 2001-2002) es muy difícil que la sociedad por sí misma vuelva a construir normas de convivencia civilizadas. Es tan difícil que, a pesar de que han pasado décadas desde el primer estallido de la miseria, Buenos Aires no ha vuelto a ser una ciudad limpia, ordenada ni sin ruido. Es más: hoy es más ruidosa que en los peores momentos de la crisis de la hiperinflación. Como dijo Nietzsche: “La decadencia decae”. Librada a su propia dinámica decadente, la vida se va degradando. O la sociedad se compromete en cambiar ese estado (con un gobierno capaz de liderar la mejora) o se continúa en el camino del desastre.

La mugre, el ruido y el atropello solo pueden verse desde el lugar del que los padece. La gente que celebra un cumpleaños en una terraza hasta las seis de la mañana con la música en 130 decibeles, además de estar posiblemente borracha (e insensible, por lo tanto, al ruido) no siente que le esté haciendo la vida imposible a sus vecinos: ¡Pero si estoy feliz y festejando! El egoísmo extremo hace más difícil la vida civilizada en las ciudades. Los pueblos que tienen siglos de debate sobre estos temas lo saben bien: es imposible que uno escuche una fiesta en una terraza hasta la seis de la mañana en Ginebra, Oslo o Copenhagen.

No tenemos un gobierno capaz de liderar la recuperación de una vida urbana civilizada. ¿No será hora de que nos juntemos entre nosotros, los simples ciudadanos, para construir juntos una vida mejor?

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