NI UNA MENOS

“¿De qué hablamos los varones cuando hay un femicidio?”, por Matías Segreti

A propósito del femicidio de Úrsula Bahillo, de 18 años, ocurrido en la localidad bonaerense de Rojas el pasado martes. Nuestro columnista reflexiona sobre el lugar del varón en la sociedad.

Matias Segreti

Hay foros populares en redes sociales pero los salteamos con habilidad o los miramos asintiendo con pulgar arriba, los espacios colectivos que auspiciamos los varones por ahora son del futuro. Sí circula en los grupos de whatsapp de “LOS PIBES” el debate sobre el descenso de un equipo de primera, el torneo local, la mujer desnuda, un video gracioso sobre un accidente o un meme, brillitos que auspician el intercambio, que se llevan la exclusividad de la participación y que consolidan la jodita, núcleo y formadora de la amistad varonil. Hablamos casi siempre de lo mismo, repetimos anécdotas como si el pasado fuera mejor, una oda de la nostalgia infanto juvenil, charlas efectivas, fórmula dialoguista de chiste rápido, por eso un femicidio no altera la agenda de la conversación, tal vez se lo menciona, aunque con menos gravitación que un incendio en la Patagonia.
 
Cuando un asesinato tan brutal (desde cualquier dimensión de la estatalidad) llega a la opinión pública, algunos varones, con cierta timidez, comparten en sus redes sociales alguna imagen que sintetiza el repudio, o un post de una referencia al tema, que por lo general suele ser de una mujer o un colectivo militante. Y señalo la timidez (una excusa efectiva) al concebirla como una tendencia a evitar interacciones sociales y saber que se puede fracasar en el intercambio, sea por nuestras posiciones conservadoras, por resguardarnos como “víctimas” (nos encanta actuar el padecimiento sin consecuencias reales) debido a la supuesta carencia de herramientas para “hablar de estos temas” o simplemente por ejercitar la famosa respuesta de esta generación trenticuarentiveinti: “no me meto, porque es un tema de ustedes, pero las banco en todo lo que necesiten”. Incluso hay un mejor pretexto “¡el problema es del Estado!”, que resulta cierto pero sirven de provecho las deficiencias estructurales de la política para eludir las responsabilidades individuales. Nos enseñan algo: el fracaso y la masculinidad no son correspondidas, ¡obvio! ¿qué varón quiere perder? Bueno amigos, cada 27 horas se pierden vidas y no son las nuestras.
 
De qué hablamos “los varones” resulta imposible de describir, ya que la representación de lo varonil en tanto masculinidad hegemónica también está en discusión. Pero la pregunta inicial es clara, se trata de un llamado a un determinado tipo de grupo, los varones heterosexuales, cis, emprendedores, trabajadores, militantes, estudiantes, blancos, que intentamos dar el debate público en la mayor parte de las dimensiones políticas y sociales, participamos de circuitos culturales heterogéneos, asistimos con altanería a eventos deportivos, hemos completado con ciertas expectativas lo que la sociedad dispone, escolaridad, trabajo, familia, nos definimos en una estética, nos arrogamos de un ética. Hablo de una generalidad, los militantes híper aliados probablemente prescindan de esto.
 
También la pregunta es más general: ¿de qué hablamos los varones? Podemos armar una enciclopedia de tangentes, que siempre se regula en una tendencia: poca inspiración para hacernos cargo de muchas cosas.
 
El silencio es comodidad a la hora de defender nuestros privilegios, una praxis política donde las fichas se acomodan sin la necesidad de realizar un esfuerzo visible. Lo normal es no hablar, el silencio como dispositivo de la masculinidad, una tecnología de poder que pretende presentarse como natural. Se repite hasta el hartazgo como una letanía de la iglesia de los varones siglo XX/XXI “los varones no (sabemos) tenemos las herramientas para hablar de estas cosas”, o más aggionardo, “estamos en proceso de deconstrucción, necesito tiempo para elaborar”. La masculinidad ofrece la disposición del uso del tiempo, de los discursos, e incluso la arrogancia de la representación sobre los cuerpos, sostenido en un paradigma de lo normal. Lo normal, (repito la excusa política de lo normal) es que no hablemos de estas cosas.
 
Luciano Fabbri señala que existe una complicidad que arma el pacto y consiste en “los silencios en los grupos entre varones ante prácticas machistas. Cuando ya las identificamos, ser neutros, pararse por afuera del conflicto y no decir nada es complicidad machista. Es importante, porque delegamos todo el tiempo a las compañeras la tarea de denunciar y alzar la voz. Los varones escuchamos más a otros varones. Por eso la complicidad machista es el gran nudo y la responsabilidad que tenemos los varones en este contexto, más allá de ir a la marcha y de usar el pañuelo, es desatarlo.”
 
La tarea empieza por identificar las prácticas machistas, y las dimensiones para trabajarlas siempre serán del orden cultural y político. El desafío no es tan enorme, ya que las herramientas están a disposición y abundan en la medida que afinamos levemente la mirada. La militancia sobre la implementación de la Educación Sexual Integral que vienen sosteniendo los colectivos de femeneidades, es un ejemplo de compromiso con una política pública que no puede pasarnos por el costado y al mismo tiempo le hacemos un OLE, como si se tratara de un toro que viene a hacernos daño.
 
Es cierto también que los varones (que nos encanta llevarnos las medallas) no vamos fundar una “épica masculinista (?)” intentando ser más justos y menos desiguales, este es otro ingrediente que invita al hombre a rechazar de antemano la problemática, ya que no somos los que ordenamos el tratamiento de estos problemas, y al mismo tiempo somos los protagonistas (casi) exclusivos de la generación de los mismos.
 
La mayoría de los que hoy hablan con profundidad sobre los femicidios, enuncian y repudian como una práctica cotidiana los actos violentos, lo hacen porque están acompañados por un conjunto de mujeres que han colaborado en estos procesos y construido herramientas públicas para pensar y actuar. Retomando a Fabbri, acordamos en que “la cuestión es no exigirle y no delegarlo a las mujeres, sino en todo caso escucharlas y formarnos con todo lo que vienen construyendo para poder replicarlo de alguna forma”.
 
Tal vez la idea de “hablar” resulte novedoso en algunos grupos de varones. Hace poco le comentaba a una amiga que en veinte años compartiendo la vida con un grupo de amigos, recién hace poco más de un mes decidimos hablar de nuestras experiencias sexuales, como si nos aterrara la idea de bucear en nuestras intimidades y ¡compartirlas!
 
¿Qué hacer entonces? No existe la guía para la transformación de un sistema histórico y cruel, existen acciones y discursos hechos por personas y colectivos que transforman el mundo donde vivimos. La libertad de elección de la posición política que decidamos nos sitúa frente al conflicto. Ese lugar implica una responsabilidad ética para nuestro presente y las próximas generaciones.
 
Por eso amigos y desconocidos, la posta no la tiene nadie y los cambios van, al principio, a parecer imperceptibles (aunque nos encante mostrar lo bien que hacemos las cosas). Tenemos el desafío por delante (y en presente la tarea) de romper la inercia y la comodidad que establece que no podemos hablar (¡como si estuviéramos incapacitados!), de saltear la autocomplacencia al objetar que “no todos somos violentos”, de romper el pacto que nos mantiene sujetos a los privilegios, de que podemos ser parte del debate porque en nuestros grupos es donde se afianzan las prácticas machistas, de mirar a nuestros amigos, hermanos, padres, tíos, hijos, alumnos (nosotros mismos) y señalarnos los hábitos de violencia que portamos para modificar nuestra vida en función de una sociedad más justa para todos.


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