OPINIÓN

Necesitamos a la series para no morir de realidad

Para no morir de aburrimiento inventamos los relatos. Por un lado, necesitamos someternos a un relato maestro compartido (sino por todos, al menos por muchos) y a ese relato lo llamamos “lo real”, pero para escapar de la pesadez agobiante de “lo real” necesitamos relatos que nos hagan soñar con nuevas posibilidades de vida (tanto individuales como sociales).

Daniel Molina


La realidad no existe. Lo que llamamos real es un conjunto de versiones (ficciones) que la humanidad es capaz de generar en cada época. No son tantas, pero que son más que la que creemos que es la única versión “cierta” del mundo; de allí que existan las disputas ideológicas, culturales, sociales. Además, así como cambian las épocas, también cambian las versiones de lo real. Lo que ayer fue creído de manera absoluta por millones hoy puede ser percibido como una fraude (por esos mismos millones).

Ver cómo se comportan las mismas personas a lo largo de varios períodos electorales es una buena muestra de cómo las mismas mentes pueden aceptar realidades contradictorias sin inmutarse. Como dijo Nietzsche: “No existen los hechos; solo existen las interpretaciones”. Pero creemos en lo real como algo dado fuera de nosotros. Eso es lo que diferencia a (la ficción) de lo real de las demás ficciones: es la ficción que tomamos como no-ficción.

Para no morir de aburrimiento inventamos los relatos. Por un lado, necesitamos someternos a un relato maestro compartido (sino por todos, al menos por muchos) y a ese relato lo llamamos “lo real”, pero para escapar de la pesadez agobiante de “lo real” necesitamos relatos que nos hagan soñar con nuevas posibilidades de vida (tanto individuales como sociales).

La ficción que hoy prefiere la mayoría es la que fragmenta la complejidad de lo real en relatos parciales. Esos fragmentos abarcan, sin embargo, todo lo que nuestra época puede pensar, e incluso intenta ir más allá de sus límites. Esa ficción maestra (fragmentaria, pero con vocación totalizadora) se expresa perfectamente en las series televisivas.

Los relatos seriados comenzaron en el siglo XIX con el folletín, una narración por capítulos que aparecía cada semana en los periódicos de aquella época: era una larga historia, llena de vericuetos e historias secundarias, que se ofrecía -semana tras semana- de manera fragmentada a los lectores de los primeros medios masivos. Cada capítulo terminaba con una alta dosis de suspenso (para incitar al público a esperar la próxima entrega y comprar nuevamente el periódico la semana entrante).

El gran maestro del folletín fue Charles Dickens -el primer escritor moderno que se hizo rico con su trabajo-. Casi todas sus geniales novelas fueron primero publicadas de manera seriada, semana a semana, en los periódicos y, luego, recogidas en libros. Así se escribieron Casa desolada, Tiempos difíciles, Historia de dos ciudades o Grandes esperanzas. Pero no fue el único; casi todos los relatos modernos nacieron de la misma forma. Hasta Fedor Dostoievski el folletín fue la estructura fundamental de la novela (muchas de las historias del autor ruso se alargan innecesariamente porque -como cobraba por capítulo y siempre tenía deudas de juego- estiraba la trama para cobrar unos pesos más). Gustave Flaubert fue el primero que se independizó de la serialidad folletinesca y fundó así la vanguardia literaria: una ficción para pocos (sin base serial, sin suspenso).

Las series modernas nacieron con el cine de los años 30 del siglo pasado (fue en los inicios de cine sonoro). Antes de cada film principal se proyectaban breves filmes seriados (capítulos que duraban pocos minutos y que el espectador debía seguir, semana tras semana, para tener la historia completa). Así surgieron “Flash Gordon” y “El Zorro”, por ejemplo. Cada episodio concluía con un suspenso que recién se develaba en la función de la semana próxima. Era una forma eficaz de incitar al público a concurrir al cine cada semana. Este ingenioso formato fue tomado por la TV en los 50. Los tres primeros filmes de la saga de “Indiana Jones” son un homenaje a estas series clase B del viejo cine hollywoodense: están armados como una larga secuencia que reúne breves escenas- episodios que plantean un suspenso que la próxima escena-episodio resuelve parcialmente, ya que concluye con un nuevo suspenso en una vorágine sin fin.

Sin embargo, recién fue en el siglo XXI que las series se convirtieron, además de relatos aceptados masivamente, en generadores del sentido del mundo. Para lograr ese poder discursivo las series necesitaron generar una obra maestra que funcionara como el relato de los relatos. Ese prodigio se logró con “Los Soprano”.

Tony Soprano consulta a una psicoterapeuta porque sufría ataques de pánico. Desde esa primera escena quedó en claro que esa serie sobre la mafia no iba a iba a ser narrada según el tradicional relato de gángsters.

A pesar de que está por cumplir 40 cuando la serie comienza, Tony Soprano se parece a Holden Caulfield, el adolescente de “El guardián entre el centeno”, la novela de J. D. Salinger. Al igual que Holden, Tony no quiere crecer. Que uno de los ellos sea un asesino profesional no cambia la cuestión de fondo. En la desvalida ambigüedad de Tony radica su encanto.

A Tony le resultaba difícil enfrentar sus responsabilidades como pequeño jefe mafioso. Su tío le disputaba el poder. Su madre instigaba su asesinato. La policía le seguía los pasos. Cada hombre de su entorno era un traidor en potencia. Su único apoyo era Carmela, su mujer. Antes de “Los Soprano”, la televisión norteamericana nunca había producido una serie con delincuentes en la cual los criminales fueran los héroes y los policías tuvieran tan escaso protagonismo. Al haber puesto el eje sobre el lado menos fotogénico de la balanza moral, el drama se enriqueció. A lo largo de los años esta obra maestra de la cultura popular acostumbró al público a seguir una trama compleja, repleta de contradicciones éticas, de entrelíneas ingeniosas y de conflictos psicológicos.

Desde entonces, las series se están adaptando mejor que las novelas y los filmes a nuestra percepción luego de que irrumpió internet. El poder contar una historia a lo largo de varias horas (que, a la vez, podemos fragmentar de la forma que deseemos) concuerda mejor con nuestra temporalidad actual que la estructura estandarizada del cine o de los programas la TV. De hecho, el siglo XXI no tiene novelas o filmes que estén a la altura de “Mad Men”.

Hoy en Netflix hay ficciones tan complejas como cualquiera de las mejores novelas del siglo XX. Series como El alienista, Mindhunter, The Fall, Trapped, Peaky Blinders, Happy Valley, Hinterland, River, The Killing, Vikings, Versailles y tantas otras están a la misma altura de la más sofisticada narrativa del siglo pasado y muy por encima de lo mejor de lo que hoy se está editando.

Las grandes series de hoy (como las buenas novelas en el pasado) no solo nos permiten vivir en mundos mentales alternativos y, de esa manera, soportar la imperfección de (la ficción de) lo real, sino que además nos enseñan a vivir mejor. Las series son (de una manera discreta) pedagógicas.

Al mostrarnos conflictos éticos extremos y realidades alternativas nos preparan (psicológica e intelectualmente) para enfrentar, con mejores armas conceptuales, la dura trama de la vida cotidiana.

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