CULTURA

El teatro porteño

De La Ranchería al escenario del Rojas o del Parakultural, el teatro porteño recorrió 235 años de historia y se transformó al ritmo en el que la ciudad iba cambiando. De casa de los pecados a santuario de una liturgia pagana, el teatro no ha dejado nunca de maravillar a sus fieles.

Daniel Molina
Tuvimos teatro antes de tener un país. Unos 20 años antes de la Declaración de la Independencia, en noviembre de 1783 (hace casi exactamente 235 años) el virrey Vértiz mandó construir una casa de comedias que fue el primer teatro porteño: se lo conoció como La Ranchería y estaba en la esquina de Alsina y Perú (calles que por entonces se denominaban San Carlos y San José). En los fundamentos de su resolución el progresista virrey (que también había traído a la ciudad la primera imprenta) apuntó: “No solo lo conceptúan muchos políticos (al teatro) como una de las mejores escuelas para las costumbres, para el idioma y para la urbanidad general, sino que es conveniente en esta ciudad que carece de diversiones públicas”.

Buenos Aires era por entonces (y durante varias décadas más) una ciudad pobre, con calles de tierra (que se convertían en intransitables ante la más leve lluvia), sucia, con casas modestas o pobres, casi sin plazas (salvo la Mayor, actualmente Plaza de Mayo), con mataderos a pocas cuadras del Fuerte y la zona residencial, oscura de noche y maloliente de día, llena de basura y moscas. Y sin diversiones públicas.

Convertida en capital de un nuevo virreinato, la ciudad de Buenos Aires (cuya riqueza provenía casi exclusivamente del puerto, y del contrabando) tuvo que reconvertirse aceleradamente. La construcción de una primera casa de comedias fue parte de ese plan modernizador de los últimos borbones que dominaron América.

A tono con la pobreza general de la ciudad, la sala teatral fue habilitada en forma provisoria en un galpón de depósito, con la idea de construir más tarde un recinto definitivo de mejor calidad arquitectónica, pero ese proyecto nunca se concretó. Juan María Gutiérrez, en la Revista de Buenos Aires, documentó que “la casa de comedias se construyó bajo un humildísimo techo de paja en La Ranchería (…) El terreno pertenecía primitivamente a la Compañía de Jesús y era lugar de depósito de los frutos y productos que venían de sus misiones en la frontera con Brasil”.

Ese primer teatro funcionaba los domingos, además de los feriados, siempre de 16 a 19:30. Además de teatro español clásico se representaban óperas. También allí se estrenaron las primeras obras teatrales escritas por un porteño: en 1786 se estrenó la tragedia en verso “Siripo”, la primera obra de tema no religioso escrita en el territorio de la actual Argentina. Su autor era Manuel José de Lavardén.

La Ranchería fue el centro de la vida cultural del virreinato: no solo se representaba teatro y ópera, sino que se realizaban los bailes de carnaval y se llevaban a cabo todas las manifestaciones públicas que tuvieran algún sesgo artístico (desde recitales de poesía hasta recitales de música). En 1792, a los nueve años de su creación, el teatro de La Ranchería desapareció: un incendió lo destruyó completamente. Nunca se supo si fue por azar o se trató de un atentado (tanto la iglesia católica como las familias más conservadoras la consideraban una casa de placeres mundanos y de pecados públicos). Lo cierto es que el causante de la destrucción fue un cohete lanzado desde el atrio de la iglesia de San Juan Bautista del convento de Capuchinas (que esa noche realizaba una celebración).

En 1804 se inauguró el segundo teatro porteño: el Coliseo Provisional en el que se representaban obras españolas (repertorio que fue dejado completamente de lado luego de la Revolución, porque se impuso el gusto por el teatro francés, en especial Moliere). También se estrenaron allí varias obras argentinas. La principal fue “Tupac Amaru” (posiblemente obra de Luis Ambrosio Morante, quien ya había estrenado varias obras de temática revolucionaria), dedicada a dar cuenta de la revolución indígena en el Perú de fines del siglo XVIII.

No hubo grandes cambios en la escena porteña hasta el Gobierno de Rosas (ya en los años 30 del siglo XIX). Fue una época paradójica porque se crearon tres teatros nuevos (De la Victoria, del Buen Orden y de la Federación), pero se los dedicó a la representación mayoritaria de espectáculos circenses. La excepción fue “El gigante Amapolas”, de Juan Bautista Alberti, que prefiguró el futuro grotesco, propio del teatro argentino moderno. También en la época de Rosas, Alberdi inauguró la crítica teatral desde su revista La Moda.

Luego de la caída de Rosas se impuso de manera absoluta la representación de teatro europeo y hubo muchas compañías extranjeras de calidad que visitaron Buenos Aires y fueron aplaudidas por el público local. Tal era la fascinación por lo europeo en aquellos años que autores nacionales como Martín Coronado solo podía estrenar sus obras si lo representaban elencos españoles y Nicolás Granada tuvo que traducir al italiano sus obras nacionales para lograr ser representado en ese idioma por compañías europeas.

Las representaciones más populares en la ciudad de Buenos Aires en el siglo XIX eran las de circo. Numerosas compañías europeas dedicadas al circo visitaron la ciudad y dejaron aquí una profunda huella. Pero en este campo pudieron competir los artistas porteños. El primero que logró la cierta popularidad fue Sebastián Suárez, pero el más famoso de todos fue José Podestá, con su creación más aplaudida: el payaso Pepino el 88. Podestá entró en la historia con la adaptación para teatro de la novela de Eduardo Gutiérrez, Juan Moreira, que fue estrenada en Chivilcoy en 1866.

A partir de ese hito fundacional (el circo criollo convertido en teatro nacional) la historia es conocida: se multiplican los autores argentinos que logran amplia aceptación popular (de Nemesio Trejo y Enrique García Velloso hasta Alberto Vacarezza y, décadas más tarde, Armando Discépolo). Paralelamente se crea un teatro más sofisticado (tanto en el tratamiento como en la elección de los temas), que va a terminar fundando lo que más tarde se conocerá como “el teatro independiente”. Los primeros autores de esta nueva línea serán Roberto Payró, Florencio Sánchez y Gregorio Laferrere. Pero recién en 1930, cuando Leónidas Barletta funda el Teatro del Pueblo, esta corriente alcanza la mayoría de edad. En el Teatro del Pueblo presentarán sus obras Roberto Arlt, Nicolás Olivari, Alvaro Yunque, Raúl González Tuñón, Agustín Cuzzani y Andrés Lizárraga.

El resto ya es historia reciente: la experimentación de los 60, el realismo social, el café concert, la resistencia antidictatorial de Teatro Abierto y la explosión de la democracia (desde el Clú del Claun hasta las Gambas al Ajillo).

De La Ranchería al escenario del Rojas o del Parakultural, el teatro porteño recorrió 235 años de historia y se transformó al ritmo en el que la ciudad iba cambiando. De casa de los pecados a santuario de una liturgia pagana, el teatro no ha dejado nunca de maravillar a sus fieles.

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