OPINIÓN

El malo siempre es el otro

Con la difusión masiva de las redes sociales hoy las manifestaciones de odio salvaje alcanzaron una estatura épica. ¿Por qué son más frecuentes en las redes sociales la indignación, la difamación y el acoso que cualquier actitud positiva hacia el otro?

Daniel Molina
Hablar es donarse al malentendido. No es nuevo: esto sucede desde el origen de la cultura. Ya en los primeros textos, esos que se escribieron hace milenios, hay una escena repetida: un interlocutor dice algo y su oyente demuestra que ha entendido otra cosa. Se lo puede leer en Homero, en Esquilo, en la Biblia, en Jenofonte, en Heródoto, en Shakespeare y en Cervantes. Está en todas partes, en todas las lenguas y en todas las épocas. Jacques Lacan resume este malentendido constitutivo de la comunicación en esta frase: “Usted puede saber qué es lo que dijo pero no lo que entendió el otro”.

Si entenderse ya era muy complicado en el mundo físico interpersonal (en ese diálogo frente a frente entre dos interlocutores que están presentes en el mismo lugar, que se ven y se escuchan, que pueden -si quieren- tocarse) en el mundo virtual la posibilidad de comunicarse tiende a cero. De esto (pero no solo de esto) surge que la violencia sea la forma más común de expresión en las redes sociales. Hace dos décadas, cuando recién habían aparecido las webs de los medios tradicionales, esos primeros foros virtuales se llenaron de comentarios maliciosos: allí surgió la primera alarma. Con la difusión masiva de las redes sociales hoy las manifestaciones de odio salvaje alcanzaron una estatura épica.

¿Por qué son más frecuentes en las redes sociales la indignación, la difamación y el acoso que cualquier actitud positiva hacia el otro? Porque la mayoría de las personas vive frustrada: siente que no tiene lo que merece (este es un sentimiento generalizado, que solo muy pocos logran superar sin hacerlo daño a otros). Como hemos logrado limitar bastante la violencia física, por lo general la violencia que nos permitimos es simbólica (que nos expone a menos derramamientos de sangre, pero que para nada es menos brutal).

Los promotores del odio virtual (pero muy real) son los trolls -que son esas personas que buscan destruir el discurso del otro, de ese al que quieren golpear, cambiando constantemente lo que este dice- y los haters -los odiadores extremos, los promotores máximos de la agresión, por lo general bajo la forma de la difamación)-.

El hater es el discípulo perfecto de Joseph Goebbels, el jefe de propaganda del nazismo, porque es un experto en usar los principios de destrucción del enemigo que tal como se lo hacía en la Alemania de los 30: carga siempre la responsabilidad sobre la víctima de sus ataques y saca de contexto todo lo que hace y dice. Ante sus seguidores, el hater “demuestra” que el agredido es el agresor y que tratar de destruirlo es, por lo tanto, un acto de justicia. El hater es, la mayoría de las veces, anónimo (aunque no siempre: hay algunos haters que son tuiteros famosos, que tienen una vida pública reconocida y un nombre legal en sus cuentas virtuales), pero ataca siempre a gente que pone la cara. Y por eso le es más fácil destruirle la vida.

Uno de los mecanismos típicos del ataque de odio es la reproducción, fuera de contexto, de un tuit (o una frase) de la persona que el troll muestra a sus seguidores, generalmente en un nuevo contexto (que lo desvirtúa completamente). El troll que logra generar gran violencia es una cuenta que tiene muchos seguidores. Cuando estas cuentas “denuncian” -difaman- a tal persona ante sus miles de seguidores logran que una buena proporción de estos seguidores vayan a enloquecer al que los trolls tomaron como blanco de su violencia.

La escena de bullying del Colegio Secundario se repite en las redes sociales pero amplificada al extremo. Literalmente no hay límite a esta violencia virtual. Es habitual que, en los ataques cotidianos de un troll, la persona que es el blanco de su odio reciba cientos de agresiones en cuestión de minutos, pero no es raro que pueda recibir miles y hasta decenas de miles de agresiones. El que no ha recibido el ataque de miles de seguidores de un troll no imagina la violencia que estos son capaces de ejercer sobre una persona indefensa. Es una de las formas más malvadas que existen en la actualidad de ejercer el maltrato social.

La revista de psiquiatría “Personality and Individual Differences” presentó un exhaustivo estudio sobre comportamiento violento en internet y dio pistas sobre la psicología de los trolls: son narcisistas extremos, psicópatas sin ninguna empatía por otra persona, manipuladores hábiles y sádicos.

Los trolls, según este estudio, solo sienten algún placer al causar daño. Un rasgo importante de las personas trolls (muchas son mujeres): fuera de internet, se muestran como personas “normales” (tienen una personalidad muy parecida a la de los asesinos seriales). Los trolls que tienen públicos masivos (los trolls de Twitter con, al menos, decenas de miles de seguidores) escogen a sus víctimas entre personas reconocidas que suelen tener discursos polémicos: políticos, feministas, gays, intelectuales de ideas no convencionales o gente que está luchando por ampliar derechos. El troll se enfoca en ellos y logra liderar una amplia comunidad de resentidos que sienten que el troll los representa.

Hay gente que apoya a los trolls porque no los consideran trolls: esto es más visible cuando atacan a famosos o a políticos. Mucha gente encuentra natural que los famosos o los funcionarios políticos “deban” ser atacados. El troll tiene a su favor que la violencia (incluso, las agresiones extremas) estén naturalizadas en internet: mucha gente (que no las sufre) las toma como una broma o una forma de justicia.

¿Por qué tanta gente apoya a los trolls y se suma en campañas de agresiones y violencia extrema? Los estudios antropológicos de la web demuestran que las campañas de odio son posibles porque hay muchísima gente frustrada, que siente que nunca logrará nada valioso en la vida, y que obtiene en la violencia contra su “enemigo” una satisfacción que jamás podría obtener por ninguna acción positiva que realizase en el acotado marco de su vida cotidiana. Además, es una satisfacción gratis e instantánea que, encima, le permite participar de una comunidad a la que le interesa pertenecer: la de los indignados, los que luchan con sus tuits contra los “malos”.

Ya lo dijo mejor que nadie, hace 50 años, Marshall McLuhan: “La indignación moral es la estrategia del imbécil para parecer digno”.

El problema es que ahora los imbéciles que quieren parecer dignos se unen por millones para causar daño con sus agresiones a gente que no tiene forma de defenderse.

COMENTARIOS