OPINIÓN

Cine y ética: algunas observaciones sobre El ángel, de Luis Ortega

El arte no se somete nunca a imperativos morales. Sabe que la moral no solo es efímera sino complaciente con lo peor de una sociedad aborregada. Está más allá de los prejuicios que le han sido inculcados a las mayorías. De alguna manera eso está pasando ahora con el film de Ortega.

Daniel Molina

Por Daniel Molina

Hay una escena inaugural. Sucede en Roma en 1960. Fellini sale del cine en el que se realizaba la gran gala del estreno de “La dolce vita” y antes de llegar a su auto se le acerca un hombre y lo escupe. Varios más se le van encima, lo insultan, lo empujan. Se salva de ser golpeado por la rápida intervención de amigos que ven el tumulto. Lo que no le perdonan a Fellini es que hubiera hecho un film inmoral: es decir, un film que muestra cosas que la moralidad de la época no tolera y que no hubiera dejado en claro que esas cosas “son malas”. No lo saben, pero de lo que acusan a Fellini es de haber hecho una gran obra de arte. 

La moral es la expresión de las costumbres de cada momento histórico; por ejemplo, se consideró moral que las mujeres debieran llegar vírgenes al matrimonio o que los esclavos no debieran rebelarse contra sus amos (hace pocas décadas o pocos siglos ambas normas morales eran incuestionables). Pero así como las normas morales son terriblemente sólidas en el momento en el que las mayorías las acatan sin chistar, apenas comienzan a ser cuestionadas se resquebrajan, y con el paso del tiempo y el cambio en las costumbres comienzan a ser vistas como monstruosidades que no se deberían repetir (aunque las nuevas normas morales que suplantan a las viejas pertenecen a la misma matriz de las antiguas, y también serán cuestionadas en el futuro). 

El arte no se somete nunca a esos imperativos morales. Sabe que la moral no solo es efímera sino complaciente con lo peor de una sociedad aborregada. El arte siempre está más allá de los prejuicios que le han sido inculcados a las mayorías. De un lado siempre está Fellini (o Nabokov o Joyce) y del otro están los que los escupen (la moralidad de la época). De alguna manera eso está pasando ahora con el film “El ángel”, de Luis Ortega. Y no es casual que así suceda. 

 

“El ángel” cuenta libremente dos años (1971-1972) en la vida de Carlos Robledo Puch. Once asesinatos y más de 40 delitos confesados convierten a Puch en el más conocido y prolífico asesino serial argentino. En vez de inspirarse en el documental, Ortega optó por hacer un poema. El poema de lo extremo, pero lo hace con una sutileza que deslumbra. Su estética se inspira en Pier Paolo Pasolini, Gus Van Sant y Rainer Werner Fassbinder (y, fuera del cine, en la literatura de Jean Genet y Oscar Wilde). Es decir, “El ángel” no solo no es un film realista, sino que tampoco adhiere a un cine de género (no es un policial ni un docudrama ni un film de aventuras). Pero, complejidad llevada al extremo, Ortega escribe su poema dentro de uno de los marcos realistas mejor logrados en la historia del cine argentino.  

Todo está bien en “El ángel”. Como Pasolini, Ortega optó por un actor protagonista sin la más mínima experiencia en la actuación: Lorenzo Ferro. La actuación de Ferro se parece al primer Marlon Brando, cuando en la pantalla parecía estar “viviendo”, no “actuando”. Realismo extremo para desarmar el realismo. Todo el casting de este film se pliega a esa decisión creativa: actuar como se vive. Hasta Cecilia Roth (quien suele poner una cuota de sobreactuación en cada papel que interpreta) está muy bien. Los mejores son, lejos, Daniel Fanego, Chino Darín y Peter Lanzani. Pero nadie desentona. 

La reconstrucción de época es casi perfecta. Solo noté un anacronismo entre las miles de imágenes que se suceden en las dos horas que dura el film: las tetas siliconadas de Mercedes Morán no existían en la Argentina de clase media de los 70. Todo lo demás tiene la calidad del mejor documental de la BBC (y la supera). Pero todo ese prodigio no está allí para hacer “creíble” lo que se narra, sino para crear un distanciamiento (en el sentido brechtiano de la palabra): nos invita a ver aquella época para que podamos pensar fuera de esta época.  

 

La banda musical (que ha sido lo más elogiado, hasta por los que no gustaron del film) no solo es perfecta porque se adecua a la época que se está mostrando, sino porque es una de las formas en las que el film narra su historia. Las canciones no están allí como si fueran floreros de cristal o pantalones con tiro alto; no tienen por fin “crear clima setentista” o hacer verosímil el relato, sino que cuentan la historia (a veces, subrayando la acción; otras, criticando lo que vemos o pensamos). Qué cuenta “El ángel”: un recorte de la vida de Robledo Puch durante sus últimos años en libertad, antes de que el extenso raid delictivo que protagonizó se convirtiera en tapa de todos los medios. Es un recorte. No sigue minuciosamente su vida, día a día, hora a hora. En la narración de la vida del protagonista no hay psicología ni moral. El relato de Luis Ortega no juzga a Robledo Puch (ni lo salva ni lo condena): lo pone en escena. Es una fenomenología, no un alegato sobre la criminalidad. No nos muestra causas. No dice, tampoco, que sea incomprensible. Nos desampara. Hay un film que tiene una clara hermandad espiritual con “El ángel”: es “Elephant”, de Van Sant, que narra, también fenológicamente, los asesinatos en la escuela secundaria de Columbine, EEUU. 

En las entrevistas con las que Lucrecia Martel presentó “Zama” declaró que los recortes que había hecho sobre el libro de Antonio Di Benedetto (en el que se basa su film) se debieron a que quiso enfatizar el papel de la mujer y que, por lo mismo, sacó las escenas que consideró que eran desagradables para “nuestra moralidad”, como las violaciones que se narran en la novela. Es una forma de hacer cine hoy: someterse a la ideología políticamente correcta. Luis Ortega, para la puesta en escena de “El ángel”, eligió la posición contraria: narrar sin someterse a la ideología dominante.

¿Arte o ideología? Yo voto por el arte. Mientras veía “El ángel” tenía la extraña sensación de estar viendo no solo una gran obra de arte, sino un clásico, uno de esos films que dentro de décadas se volverán a ver con ojos renovados y ya sin discusión. 

Sentí que estaba en la Roma de 1960 viendo La dolce vita. Y gracias a Luis Ortega me sentí contemporáneo de aquel pasado glorioso y, a la vez, de esta época.

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