OPINIÓN

Falacias conservadoras I: El ajuste sustentable

Una de los puntos centrales del pensamiento conservador es su obstinación por un futuro promisorio antes que por un presente un poco mejor. Es más, los futuros promisorios requerirían de presentes calamitosos para los asalariados y sus familias.

Sebastián Fernández

"La pregunta relevante entonces es por qué un patrón económico sostenible y razonablemente exitoso no pudo consolidarse en las mentes de los actores políticos." Alberto Müller.

Una de las falacias conservadoras más persistentes señala que los gobiernos populares proponen sistemas políticos atractivos pero no sustentables. Esa característica populista se suele resumir en un inoxidable lugar común: pan para hoy y hambre para mañana. Más allá del asombroso desprecio hacia ese pan para hoy -al fin y al cabo la primera obligación de cualquier Estado- lo que define al pensamiento conservador es su obstinación por un futuro promisorio antes que por un presente un poco mejor. Es más, los futuros promisorios requerirían de presentes calamitosos.

Siguiendo ese paradigma, el actual Jefe de Gabinete explicó que vivimos un momento “difícil y angustiante”, pero que “tenemos un enorme optimismo con respecto a nuestro futuro como país”. Aunque en la misma conferencia de prensa, el ministro de Hacienda pareció contradecirlo al señalar que “nadie debe pensar que estamos en una etapa de ajuste” sino por el contrario, “poniendo el foco fiscal en los más vulnerables”, la felicidad de las mayorías parece también ser para él, como para el resto del gabinete, un objetivo esencial, aunque siempre lejano.

Hace más de medio siglo, el capitán-ingeniero Álvaro Alsogaray, flamante ministro de Hacienda de Arturo Frondizi (el presidente preferido de nuestro actual presidente) anunciaba su hoy famosa consigna “hay que pasar el invierno”. Luego de prometer desarrollismo, el ex aliado de Perón optaba por el librecambismo criollo, doctrina que consiste en apoyar cualquier proteccionismo siempre que sea foráneo.

Como el gobierno actual, Alsogaray consideraba que sobraban empleados y que debíamos integrarnos al mundo luego de “muchos años de desatino y errores”. El ajuste no se llamó “sinceramiento” sino “estabilización”, el salario real cayó un 24% y en los convenios colectivos de trabajo se incorporaron las “cláusulas de productividad”, una idea reaccionaria (apoyada por el actual ministro de Trabajo Jorge Triaca) que equivale a considerar que la relación capital-salario es la ideal y no puede ser mejorada sin un correspondiente aumento de resultados, cláusulas a las que quedaron sujetos los incrementos salariales, siempre por debajo de la inflación.

Tres décadas más tarde, el gobierno de Carlos Menem también desmanteló el Estado considerado ineficiente, propuso volver al mundo e incentivó despidos, medidas que nos llevarían a un paraíso tan seguro como el prometido por el capitán-ingeniero e igual de esquivo.

Para la visión conservadora el poder adquisitivo de las mayorías no es un valor en sí mismo ni tampoco una herramienta de desarrollo del mercado interno. Es un lujo, una fiesta que debe terminar para poder, paradójicamente, favorecer a esas mayorías.

No es la única paradoja. El populismo es un extraño sistema no sustentable que suele reducir la deuda soberana y aumentar los ingresos fiscales. Opta por pagar su propio almuerzo, por decirlo de alguna manera, mientras los gobiernos serios consideran que la sustentabilidad consiste en no pagarlo y dejarle la cuenta a nuestros hijos. De esa forma, la deuda funciona como un gran analgésico social que permite que un gobierno no deba confrontar con sus ricos por la obtención de recursos, ya que logra recibirlos “sin dolor” de parte del mercado. Al menos, sin dolor presente.

Apenas quince años después del estallido de la convertibilidad, asistimos a un nuevo ciclo de endeudamiento de la mano del HSBC, Deutsche Bank, JP Morgan, Santander, BBVA, Citigroup y UBS con sus generosas comisiones.

Como escribió Alfredo Zaiat, para lograrlo fue necesaria la invención de una crisis. El país, que al parecer estaba en recesión, creció en realidad 2,1% en 2015 según cifras oficiales, el déficit no fue del 7% del PBI sino del 4,5 % y las reservas del Banco Central, que estaban a punto de evaporarse, dejaron de ser una preocupación.

Pero si el nuevo ciclo de endeudamiento es la gran victoria de la restauración conservadora no lo es menos el haber conseguido transformar el alto poder adquisitivo de las mayorías -conseguido a través del bajo desempleo, salarios altos, plena cobertura jubilatoria y subsidios a los servicios- en una fiesta que debe terminar.

El problema es que la fiesta no terminó, solo cambió de barrio.    

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