La letanía del Pacto de la Moncloa

Desde hace años padecemos una persistente letanía opositora: la Argentina necesita un Pacto de la Moncloa. Para alejarnos de la barbarie y encontrar por fin nuestro destino de grandeza deberíamos imitar a nuestros hermanos españoles y pactar.

Hay que tomar como modelo el Pacto de la Moncloa
Lucas Llach / precandidato de la UCR a vicepresidente de la Nación
Desde hace años padecemos una persistente letanía opositora: la Argentina necesita un Pacto de la Moncloa. Para alejarnos de la barbarie y encontrar por fin nuestro destino de grandeza deberíamos imitar a nuestros hermanos españoles y pactar.

El encanto del Pacto es tal, que muchos de sus entusiastas ignoran su contenido. Según uno de sus firmantes, Felipe González, lo fundamental del acuerdo fue “fijar un tope al aumento salarial, ya que el control de la inflación era la mayor preocupación del gobierno”.

Lo que González no suele mencionar es que el Pacto de la Moncloa no hubiera existido sin la ley de amnistía previa. Esa ley fue un muro impenetrable aún para el obstinado juez Garzón, que obtuvo el exilio como respuesta a su interés por investigar los crímenes de la guerra civil española, 70 años después de terminada.

El Moncloa original fue, en apretadísima síntesis, un tope salarial acordado entre empleados y empleadores, con el patrocinio del Estado y los partidos políticos, en base a un pacto previo para no revisar los crímenes del pasado.

La letanía moncloísta tiene un alma gemela: el tresocuatrocosismo, doctrina que propone acordar una serie de puntos que generan unanimidad en la ciudadanía. Más allá de lo asombroso de tener que ponernos de acuerdo en aquello en lo que supuestamente ya lo estamos, lo peculiar de esta doctrina es que no explicita qué puntos ni logra definir su cantidad.

Hace seis años, Eduardo Duhalde proponía junto a Rodolfo Terragno “un gran acuerdo nacional” conformado por “3 o 4 puntos”. Cleto Cobos, más optimista, proponía 4 o 5. Hace unos meses, el Momo Venegas y Gabriela Michetti ampliaron las expectativas hasta 10, cifra generosa retomada recientemente por Lucas Llach, precandidato a vicepresidente por la UCR.

El tresocuatrocosismo no sólo sueña con fijar una serie de puntos – de preferencia desarrollados por los inevitables “equipos técnicos”- sino que pretende, además, que sean inmunes a los vaivenes electorales.

Todos los gobiernos sueñan con imponer sus iniciativas a futuro. Lo deseó Bignone con su autoamnistía, lo soñó Alfonsín con el Punto Final y la Obediencia Debida, lo creyeron los bancos con Menem y las AFJP, así como De la Rúa y su equipo económico con el Megacanje. La convertibilidad, sin ir más lejos, fue una política de Estado considerada exitosa por tres gobiernos, hasta que dejó de serlo.

Pretender que los acuerdos sectoriales no sean modificables por el voto popular no sólo es ilusorio, es sobre todo peligroso. Es olvidar algo elemental: en democracia las leyes, los códigos e incluso la Constitución son modificables por la decisión de los ciudadanos.

Para aquellos que aún se abrazan al pacto español, sería bueno recordar que nuestro Moncloa ya ocurrió. En 1983 acordamos el fin del Partido Militar y la defensa de las leyes, la Constitución y el voto popular. No hace falta más, el resto lo decidimos en elecciones periódicas.

Nuestro Moncloa fue un acuerdo exitoso que se mantuvo incluso durante la terrible crisis del 2001 y que- gracias a un presidente radical obcecado- no fue edulcorado ni con una amnistía a los crímenes de la dictadura ni con un freno al reclamo salarial, como el original español que tanta admiración nos genera.


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