La teoría del demonio

Luego del desembarco en Normandía, De Gaulle encabezó el gobierno provisional francés y logró un truco notable: se coló en la mesa de los ganadores e inventó el mito de la Francia Resistente. El mundo y los franceses creyeron, o quisieron creer, que la Colaboración, las instituciones de Vichy o la milicia oficial que entregó chicos judíos antes que los nazis lo exigieran, eran hechos tan criticables como aislados. De Gaulle estaba más apurado por reconstruir el país y alejar el fantasma del comunismo que por investigar los crímenes de la Colaboración y castigar a los culpables. Así que mantuvo en su puesto a la mayoría de los prefectos, condenó sólo a los líderes colaboracionistas más notorios y consolidó la idea de un país unido en el rechazo de una calamidad venida de afuera.

Cuarenta años después del Día D, Alfonsín apoyó la Teoría de los Dos Demonios. Fue el precio que aceptó pagar para juzgar a los responsables materiales del terrorismo de Estado y para intentar terminar con el péndulo entre gobiernos civiles y dictaduras militares. Los argentinos habíamos sido víctimas del enfrentamiento entre dos bandos sedientos de violencia. No había intereses contrapuestos o proyectos políticos detrás de esos conflictos, sólo la falta de respeto a la ley. Aunque Alfonsín estuviera más preocupado por las responsabilidades pasadas que su par francés, compartía con De Gaulle el objetivo urgente de fundar una nueva legitimidad política y crear un nuevo relato (para retomar una palabra muy usada en estos tiempos).

Treinta años después del inicio del Juicio a las Juntas, la Teoría de los Dos Demonios ya no forma parte de nuestro sentido común. Pocos equiparan públicamente el terrorismo de Estado con la lucha armada, por fuera de energúmenos iletrados, como Cecilia Pando; o ilustrados, como Vicente Massot.

El nuevo consenso parece ser la Teoría del Demonio, ahora único. Es una idea atractiva que limita la responsabilidad a una banda de sádicos en uniforme que un día invadió la Argentina, como la Wehrmacht invadió Francia.

Como los empresarios y burócratas de Vichy transformados en pilares del nuevo régimen, los que dieron prensa, recursos, apoyo exterior y equipos de gobierno a la dictadura argentina, quienes diagramaron y se enriquecieron con las decisiones económicas, quienes invitaron a los militares al Jockey, al casamiento de sus hijas, a sus directorios y a sus programas de televisión, hoy están en la vereda de los buenos ciudadanos, escandalizados frente a los crímenes atroces llevados a cabo por monstruos como Alfredo Astiz. Monstruos extraños que dejaron de matar apenas el Estado dejó de ordenárselos.

Bajo ese ángulo afable, la dictadura no fue un hecho político que buscó un feroz disciplinamiento social y logró una colosal transferencia de riqueza de abajo hacia arriba, apoyado por el Consejo Empresarial Argentino, la Sociedad Rural, ADEBA y la Cámara Argentina de Comercio, entre otras corporaciones y medios de comunicación; sino una terrible calamidad llegada de alguna parte, como una invasión de alienígenas malvados.

La Teoría del Demonio es un analgésico colosal que permite que un ex gerente de RRHH que entregó la lista de sindicalistas a eliminar a la Capucha hoy pueda disfrutar de la misma placidez de conciencia que el policía jubilado francés que entregó a esos chicos judíos que los nazis no le habían pedido todavía.

El demonio es siempre otro y es, sobre todo, una calamidad inmoral, nunca política.

Este año se conmemoraron los 35 años de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a la Argentina durante la dictadura militar, que recolectó más de 5.000 denuncias contra el terrorismo de Estado. Durante la ceremonia, la procuradora general Gils Carbó, junto a León Arlslanian, juez de la Cámara Federal que juzgó a las Juntas, Estela de Carlotto y el comisionado de la CIDH, declaró que el proceso de memoria, verdad y justicia en Argentina es inédito y destacó las investigaciones sobre la complicidad civil del Proceso.

Las investigaciones sobre este último punto llevaron al procesamiento de Carlos Pedro Blaquier y Alberto Lemos, ex presidente y administrador del Ingenio Ledesma respectivamente, acusados de complicidad en la desaparición de trabajadores de la empresa.

Este procesamiento es el puntapié inicial de la última etapa de ese proceso inédito que inició Alfonsín hace 30 años pero es, sobre todo, la oportunidad de auyentar al Demonio y analizar por fin la Dictadura por lo que fue: un hecho político protagonizado por argentinos, y no una calamidad propiciada por un grupo de sádicos.


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