El sueldo de nuestros representantes

Entre nuestras indignaciones crónicas brilla por su constancia, junto a la humedad, la telefonía celular y la desidia de nuestros hijos adolescentes, el salario de nuestros representantes y sus indignantes aumentos.

“Remunerar todas las funciones electivas hasta ahora gratuitas y honoríficas
sería rebajar su carácter. (…) así llegará el día en el que no será más
un honor sino una causa de descrédito y de desconsideración ocupar un mandato electivo.
Ese día el sufragio universal caerá en el fango.”
Editorial del diario monárquico francés Le Soleil
Diciembre de 1880
(citado por M. Offerlé en Los oficios, la profesión y la vocación de la política)
Entre nuestras indignaciones crónicas brilla por su constancia, junto a la humedad, la telefonía celular y la desidia de nuestros hijos adolescentes, el salario de nuestros representantes y sus indignantes aumentos.

Hace dos años el escándalo lo generó el aumento implementado por el Congreso de la Nación, que fijó el sueldo de un diputado en un monto 20% superior al máximo cargo de empleados del Congreso. Por estos días la indignación le tocó a la Legislatura porteña que rechazó el heroico proyecto del MST-Nueva Izquierda de reducir el sueldo de un legislador equiparándolo al de una directora de escuela.

El rechazo de los legisladores a ganar la mitad por llevar a cabo el mismo trabajo enfureció incluso a un académico sereno como Roberto Gargarella que denunció al kirchnerismo tanto por “dejar marcada la política por el narcotráfico y la megacorrupción” como por propiciar junto al PRO “el sueldazo” en la Legislatura porteña.

Pudiendo vivir cómodamente con las ganancias del narcotráfico y la megacorrupción, suena efectivamente disparatado que los legisladores kirchneristas se obstinen en defender sus sueldos. Son insaciables.

La reducción de los ingresos de nuestros representantes es una letanía habitual de la izquierda químicamente pura. Luego de lograr la notable proeza de ingresar al Congreso nacional, el FIT (Frente de Izquierda y de los Trabajadores) presentó un proyecto para equiparar el sueldo de los diputados al de un maestro o un obrero especializado. Por su lado, los jóvenes diputados de la izquierda chilena que llegaron al Congreso luego de liderar las revueltas estudiantiles a favor de la educación pública, a la vez que se maravillan por el enorme gasto público de los países escandinavos proponen disminuir el de su país, al menos en lo correspondiente a sus sueldos. Del otro lado del Atlántico, el nuevo espacio político español PODEMOS critica la corrupción pero también se escandaliza por los sueldos de ministros y diputados.

Esos espacios que dicen representar a las clases más desfavorecidas, en lugar de exigir mejores sueldos para una mayor dedicación y más recursos para contar con más asesores, más abogados y más técnicos que les permitan defender mejor los derechos de sus representados frente a corporaciones con recursos casi ilimitados, exigen, al contrario, desprenderse de recursos ya existentes. Padecen la extraña manía de dedicarla más tiempo a buscar reducir sus ingresos que a intentar aumentar los de sus votantes.

El argumento invocado, además de la soberbia moral, suele ser que atar su remuneración a la de un maestro es un gran incentivo para que nuestros diputados trabajen para aumentar los ingresos docentes. Lo extraño es que, si de eficacia se trata, nunca se exija lo mismo de, por ejemplo, los CEOs de las empresas más importantes del país o incluso de la jerarquía eclesiástica. Ese incentivo sobre el enorme poder de nuestras principales corporaciones y de la Iglesia lograría sin duda un resultado apreciable sobre los haberes docentes.

En realidad, sin buscarlo, los jóvenes diputados de la izquierda chilena transitan un camino similar al del Reglamento para el Gobierno Provisorio de 1814, que establecía el principio de gratuidad de la novel función legislativa ya que sostenía que el ejercicio de ésta debía estar motivado por “la dedicación y el patriotismo”. Una exigencia virtuosa que frenaba de hecho la representación política a quien no hubiera tomado la precaución de ser rentista.

Al no buscar equiparar los ingresos de nuestras élites públicas con respecto a las privadas y al contrario, querer condicionar los ingresos de nuestros representantes a ciertos absolutos morales, la izquierda químicamente pura no sólo es funcional al pensamiento reaccionario, como el expresado por el diario monárquico citado al principio, sino que, paradójicamente, atenta contra los logros que la propia izquierda obtuvo durante el siglo XIX para quitarle a la oligarquía el monopolio de los cargos políticos.


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