OPINIÓN

De denunciantes moralistas a operadores pragmáticos

La preocupación que manifiesta el periodista Morales Solá por la prisión preventiva de Milagros Sala nada tiene que ver con el respeto hacia las instituciones, los tratados internacionales o el elemental principio de presunción de inocencia. Se trata de manejar una crisis y evitar que se expanda.

Sebastián Fernández

Esta semana, a través de una columna asombrosa -aún para los estándares a los que nos tiene habituados- Joaquín Morales Solá se refirió a la encrucijada en la que se colocó el Gobierno con la detención de Milagro Sala. Allí explicó que "el delito está probado, pero no quién lo cometió”. El periodista que, desde hace un año y con puntualidad helvética, nos informa sobre la muerte política de CFK, detalla el enorme poder que esa líder difunta mantendría sobre varios organismos internacionales y sobre los otros estados miembros del Mercosur: “el cristinismo” dominaría al Secretario General de la OEA, a la CIDH y también al Parlasur aunque (todo no se puede) todavía no controlaría a Human Rights Watch

Pero lo asombroso no es ese generoso despliegue de lógica contorsionista, un hábito frecuente entre nuestros periodistas serios, sino el artículo en sí: más que una columna de opinión parece un pragmático memo interno destinado al presidente Mauricio Macri. El texto, luego de detallar los argumentos jurídicos que obligan al Estado argentino a acatar las exigencias de los diferentes organismos internacionales, concluye pidiendo que liberen a Milagro Sala. Pero no lo hace porque su prisión preventiva sea “arbitraria”, como señala el jurista Roberto Gargarella, citado en la nota, sino "para no convertirla en mártir”. Para el periodista, el episodio de la prisión preventiva de Milagro Sala que enfrenta a la Argentina con varios organismos internacionales y no gubernamentales “debería terminar con soluciones realistas.”

Recordé la furia del mismo periodista cuando el año pasado, en plena campaña electoral, salieron a la luz los contratos que la empresa de Fernando Niembro, candidato a diputado por el PRO, había tenido con el gobierno de la Ciudad. Morales Solá no fue el único periodista furioso en aquel momento: como escribí en esta misma columna, Lanata le pidió a Macri que "eche" a Niembro por la misma razón, González Oro trató de "hijos de puta" a sus contactos en el PRO por no querer darle una entrevista sobre esas contrataciones y el siempre mesurado Marcelo Longobardi pidió que "devuelvan la guita mientras se discute qué pasó con los 20 millones de pesos”.

Lo notable es que, si con esos contratos Niembro cometió un acto que justificara su renuncia, los mismos periodistas deberían haber exigido también el apartamiento de la contraparte necesaria: los funcionarios que los firmaron y le pagaron al renunciado. Es más, su responsabilidad sería mucho mayor que la de su contratista polirrubro preferido. Pero eso nunca ocurrió, el interés por el tema se desvaneció a partir de la renuncia del comentarista y ninguno de esos periodistas serios volvió a hablar de esos sospechosos contratos ni de quien los negoció.

Ocurre que la furia no tenía relación con la sospecha de un supuesto ilícito sino con el costo que su denuncia le estaba generando a la campaña de Cambiemos. Como Morales Solá frente al conflicto creciente impulsado por la prisión preventiva de Milagro Sala, Lanata y Longobardi actuaron como asesores políticos de Cambiemos, exigiendo que los responsables de la campaña se deshicieran del lastre que representaba Niembro. Hoy ocurre algo similar: la preocupación que con absoluta honestidad manifiesta Morales Solá nada tiene que ver con el respeto hacia las instituciones, los tratados internacionales o el elemental principio de presunción de inocencia o, aún menos, con esos absolutos morales con los que él y aquellos mismos periodistas serios nos agobiaron durante años. Se trata de manejar una crisis y evitar que se expanda.

Así, los medios pasaron de la denuncia moral al pragmatismo más desenfrenado. Al parecer, el problema no eran las formas rudas o las instituciones en peligro sino el proyecto político. ¿Quién lo hubiera imaginado?

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