COMUNA 15

Una chef abrió su restaurante en lo que fue una panadería histórica de La Paternal

Jazmín Marturet es una chef emprendedora que abrió su restaurante en un histórico local del barrio de La Paternal donde funcionó una panadería durante un siglo.


La chef Jazmín Marturet, de 37 años, inauguró su restaurante en la antigua panadería “Santa Inés” de La Paternal. “Cuando entré me enamoré del horno. Fue como amor a primera vista”, rememora Jazmín. Hacía meses que estaba en la búsqueda de una nueva ubicación para su emprendimiento y la mística de aquel lugar la cautivó. “El local estuvo cerrado durante más de diez años. Lo encontramos deteriorado y abandonado, pero lo más sorprendente es que conservaba todo el mobiliario de la emblemática panadería: canastos, máquinas de trabajo (como la batidora y sobadora), palas de madera, balanzas, entre otros recuerdos”, cuenta a La Nación.
 
Luego de meses de obra, abrió las puertas de su restaurante al que llamó “MN Santa Inés”, para rendirle honor al antiguo oficio. “Es que mi abuela me enseñó que al barco no se le cambia el nombre”, afirma Jazmín.
 
En la calle Ávalos al 360 (entre Av. Elcano y Paz Soldán) en el barrio de La Paternal durante casi un siglo funcionó una panadería. En sus primeros años se llamó “La Carreta” y décadas más tarde se hizo conocida bajo un nuevo nombre: “Santa Inés”. En aquella época el horno (de 10x10 metros) se alimentaba a leña y los domingos luego de la Misa en la “Parroquia Santa Inés Virgen”, que queda a una cuadra del local, era un clásico que se armara una larga fila en busca de panes, masitas, facturas y sándwiches.
 
En 1958 la familia Rodríguez compró el fondo de comercio y agrandó el local. La confitería continuó creciendo al compás del barrio. Cuentan que la mercadería siempre fue de primera calidad y que, en esa época, su pan dulce era uno de los productos más solicitados. “El horno es inmenso e histórico. Algunos habitués recuerdan que en la época de las Fiestas solían traer sus propios lechones para que se los cocinen. También nos han contado de varias reuniones sociales en la cuadra. Hace poco, vino un hombre mayor muy emocionado y nos relató que cuando salía del boliche los panaderos le preparaban pizza. Era un gran punto de encuentro del barrio”, expresa Marturet. En octubre de 2009 falleció Ricardo Rodríguez y el lugar permaneció con las persianas bajas durante más de una década.
 
A principios del 2019 Jazmín descubrió un aviso en Internet de un enorme local para alquilar en La Paternal. Previamente la cocinera estuvo al frente de su propio restaurante y catering ubicado en una antigua caballeriza en San Isidro. “Nos iba muy bien, en ese momento sentí que tenía que mudarme a un espacio más amplio. Busqué por distintos barrios hasta que llegó el indicado. El día que vine llovía, entré y estaba totalmente abandonado. “¿Y el horno anda?”, pregunté. Si, te lo prendo, me dijeron. Me fui enamorada a casa, no podía creer el lugar donde había entrado”, rememora. Convencida de que era el sitio perfecto sumó al proyecto a su padre, Pablo, su mejor amiga y compañera del secundario, Agustina Roveta, y Luis “Lalo” López. La obra duró siete meses y ellos se encargaron de acondicionar y pintar cada uno de los detalles.
 
En septiembre llegó la esperada apertura. “Al principio nosotros éramos un local a puertas cerradas y con reservas. Antes de la pandemia no habíamos abierto nunca a la calle”, afirma. Con la llegada de la cuarentena estricta le buscaron la vuelta al restaurante y arrancaron a ofrecer viandas para llevar a casa. “Fue muy duro, el barrio estaba desolado. Un día se nos ocurrió empezar a amasar nuestras pastas en la vidriera. Era lindo saludar a la gente a la distancia”, recuerda. De a poco, el barrio los empezó a conocer y sus tres opciones de sopas y pastas fueron un hit en pleno confinamiento. Luego, llegaron las mesas a la vereda y el menú comenzó a rotar todos los lunes.
 
Una de las paredes del horno tiene una herradura de caballo, como amuleto para la protección y la suerte. “Se conserva intacto desde aquella época. Me parece algo mágico”, describe Marturet y mira, de reojo, las tres palas de madera que custodian el salón. Actualmente funciona, pero no lo están utilizando para cocinar. Se mantiene estoico como decoración y aún es el gran protagonista de Santa Inés. “Es el alma de todo. La gente viene a verlo y le saca fotos o vídeos”, agrega. De hecho, las mesas más codiciadas del restaurante son las que están ubicadas en la cuadra de la panadería. Hay una alargada de madera, “Se llama torno y es la original de la panadería. Tiene más de cien años”, detalla. La iluminan cinco lámparas decorativas hechas con canastos, allí antiguamente se depositaban los panes y galletas de campo. Como decoración hay anafes (donde preparaban los almíbares para las facturas); un recipiente de madera para la sal fina y gruesa, la emblemática amasadora/sobadora y una máquina Singer de 1936, de una de las abuelas de Jazmín. Esta sillita alta se la regalaron a mis papás cuando nací. Se hace carrito. Ahora la usan los nenes que vienen a comer. Me encanta coleccionar antigüedades”, cuenta.
 
Algunos de los platos que ofrecen son gnocchi de sémola con espárragos y cherrys, tortilla de chipá con carne braseada, pickle y ensalada, ceviche con langostinos; para el postre se destaca la Pavlova con frutillas, frambuesa, arándanos, kiwi y mango. Según cuenta la chef, el menú (con sus cinco platos diferentes) cambia todos los lunes. “Estamos continuamente creando nuevas opciones. La idea es que cada vez que vengas puedas probar un plato diferente”, asegura. Hay sabores tradicionales, latinos, asiáticos y vegetarianos. Todos son caseros. Las pastas son una de sus especialidades. Hace poco, volvieron a abrir los domingos al mediodía y es el día de mayor concurrencia. “Era nuestro sueño volver los fines de semana”, dice.
 
En el patio de la casona se encuentra una pintoresca huerta con aromáticas (romero, orégano, laurel, cedrón, entre otras), flor Taco de reina, árboles de paltas y limoneros. Todo se utiliza para la creación y decoración de los platos.
 
Pablo, el padre de Jazmín, es artista plástico y en el fondo del local tiene su pequeño taller. Allí realiza diversas obras y coordina la curación de la vidriera del restaurante. “Tenemos esta galería de arte al paso que cambia cada 20 días. Me encanta la red que se armó con los artistas, el restaurante es un lugar de encuentro”, dice a la Nación. Él es un gran anfitrión: cada vez que los clientes preguntan alguna curiosidad sobre la historia del local les cuenta anécdotas y los acompaña a conocer el horno.
 
En el mostrador, vitrinas y paredes del restaurante atesoran antigüedades de la familia y abuelos. “También conservamos muchísimas herramientas y utensilios de la antigua panadería”, explica Jazmín. Como la caja fuerte, la máquina registradora, balanza Fachal (y otras en distintos tamaños), un tarro de lata de un polvo de hornear llamado “Levader”, gigantescos canastos panaderos de mimbre, una pintoresca caramelera, hasta una máquina para hacer pastas caseras. “Este rollo de papel lo utilizaban para envolver los pedidos de la confitería. Ahora lo tenemos de decoración”, ejemplifica Pablo. A su lado, hay un pequeño cartel con la lista de productos de antaño: “Flautitas, mignones, cremonas, milonguitas, marinera, pebetes, etc”, dice con los distintos precios por unidad o kilo. Además, hay mucha vajilla añeja (como platos, fuentes, copas) que utilizan para servir sus especialidades. “Muchos me los dio Diana, mi abuela. También fuimos recolectando regalos de los vecinos. Es lindísima la comunidad que se armó en el barrio”, cuenta Jazmín.
 
 
 


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