OPINIÓN

Modernidad a las patadas

Días atrás se difundieron imagenes de la policía francesa rodeando a una mujer musulmana que usaba un burkini. El lamentable episodio retrata la propuesta del alcalde de Niza de librar una “batalla cultural” en contra del "mal absoluto del terrorismo islámico".

Sebastián Fernández

A fines de los 80, Francia conmemoró el vigésimo aniversario de las revueltas estudiantiles y obreras de mayo del 68 con una serie de debates. En ese contexto, en una entrevista, Joëlle Brunerie-Kauffmann, ginecóloga feminista, señaló el fastidio que le causó que su hija, apenas veinteañera, decidiera irse a vivir con su novio en lugar de optar por una vida “más libre”, como la que ella y su generación habían luchado por conseguir gracias a los métodos anticonceptivos.

Paradójicamente, al criticar a su hija por no seguir el camino que a ella le parecía mejor, Joëlle repetía el modelo de su propia madre, que veinte años antes se había escandalizado por su opción de vida “más libre”. Mientras que su hija la imitaba, buscando llevar adelante una vida según sus propios deseos, para Joëlle la medida de la libertad, al parecer, era SU medida de la libertad.

Hace unos meses, poco después del atentado de Niza en el que un hombre condujo deliberadamente un camión contra la muchedumbre, matando a 85 personas -hecho reivindicado luego por ISIS-, el alcalde de esa ciudad prohibió el uso del burkini, un traje de baño creado por una diseñadora australiana para aquellas mujeres religiosas que evitan mostrar su cuerpo y que sólo deja al descubierto la cara, las manos y los pies. No es una indumentaria religiosa, dado que no es aceptada por los musulmanes más ortodoxos, sino más bien un truco para que las mujeres practicantes puedan ir a la playa y nadar en el mar.

La decisión del alcalde de Niza, imitada luego en otras ciudades de la Costa Azul francesa, no tiene mucho que ver con la invocada defensa de la libertad que ninguna de esas mujeres pone en peligro: Es un gesto que busca capitalizar políticamente el temor que han generado los atentados en Francia reivindicados por ISIS. El alcalde propone una especie de “batalla cultural”, para retomar un término muy en boga en la Argentina, en contra del mal absoluto del terrorismo islámico.

Hay algo paradójico en la prohibición, tal como señaló Alicia Dujovne Ortiz:“¿Los policías de esa ciudad balnearia, que no fueron capaces de revisar el funesto camión para impedir la matanza, no encuentran ocupación mejor que desvestir a dos o tres mujeres cuya única aspiración es chapotear junto a sus hijos en ese Mediterráneo que les pertenece a todos?”. La imagen de cuatro policías armados (los Burkini Cops, como los llama la prensa británica) rodeando a una mujer en la playa y obligándola a quitarse la ropa, además de ser indignante, nos hace recordar otras, de principios del siglo XX, en las que la autoridad controlaba exactamente lo contrario: que los trajes de baño no fueran excesivamente cortos.

El primer ministro de Francia apoyó la decisión del alcalde de Niza, mientras que algunos de sus ministros denunciaron lo que consideran un límite a la libertad individual. “¿Hasta dónde se puede controlar que una vestimenta sea conforme a las buenas costumbres?”, se preguntó Najat Vallaud-Belkacem, la ministra de Educación. El presidente Hollande, más prudente, pidió que “Francia no deje de ser Francia” (tal vez leyó nuestra columna en Nueva Ciudad). Finalmente, el Consejo de Estado, la más alta autoridad administrativa del país, anuló la ordenanza por atentar “de modo grave y manifiestamente ilegal contra las libertades individuales". 

La otra paradoja del funesto episodio es el rol que se les asignó a las mujeres, transformadas en “víctimas” de sus familias o creencias religiosas, y con necesidad de ser “liberadas” por la República. Al parecer es inimaginable que una mujer decida por sí misma usar un velo o un burkini, tan inimaginable como el planteo de la misma circunstancia pero con un hombre como protagonista: alguien podría burlarse de sus creencias o de su vestimenta, pero nadie lo describiría como una víctima a la que hay que “salvar”.

Como Joëlle Brunerie-Kauffmann con su hija, una cierta opinión pública cree saber lo que es mejor para sus conciudadanos, en particular si son mujeres, y reacciona con fastidio cuando esas “víctimas” no reaccionan como deberían. Algo así como ofrecer la modernidad a las patadas. 

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