La AUH y la indignación semántica

“La Asignación Universal por Hijo se está yendo por la canaleta de la droga y el juego"
Ernesto Sanz, mayo del 2010
 
“Hay que transformar la Asignación Universal por Hijo en ley"
Ernesto Sanz, mayo del 2014
Con frecuencia, las críticas opositoras a las iniciativas kirchneristas se centran en las formas, los procedimientos o las intenciones, más que en las iniciativas en sí o en sus resultados.

Entre las variantes de esas críticas está la indignación semántica, que se destaca por analizar con precisión talmúdica lo que el gobierno opina sobre sus propias iniciativas o, incluso, de qué forma las nombra y considera su contenido como algo secundario.

Uno de los casos más denunciados por los entusiastas de la semántica es el de la Asignación Universal Por Hijo (AUH), ya que la misma no sería universal dado que no la perciben todos los menores de 18 años del país.

En rigor de verdad, la AUH fue una ampliación del régimen de asignaciones familiares que agregó dentro del universo de los beneficiarios- básicamente hijos de trabajadores registrados- a los hijos de padres desocupados, trabajadores en negro y personal de servicio doméstico que perciban ingresos iguales o por debajo del salario mínimo. El objetivo es que todos los menores, sean sus padres trabajadores registrados o no, estén cubiertos con una asignación. Esa es la universalidad de la medida, concretada a través de unos 18.000 millones de pesos distribuidos cada año.

Otra crítica, que podríamos llamar indignación copyright, señala que la idea de la AUH no fue del gobierno sino de otros y que “lo único” que se hizo fue apenas encontrar los recursos, implementarla y monitorearla.

Los indignados también suelen ser tenaces al denunciar a la AUH por su origen impuro, dado que fue proclamada a través de un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) y no de una ley en el Congreso. Más allá que un DNU aprobado por el Congreso tiene fuerza de ley y dispone de todas sus prerrogativas y garantías, podríamos tratar de imaginar qué hubiera pasado si CFK enviaba el proyecto al Congreso en lugar de decretarlo: el radicalismo probablemente no lo hubiese votado, como no votó el fin de las AFJP a pesar de haberlas criticado desde siempre.

Todas estas formas de indignación son lugares comunes resistentes, pero sobre todo, asombrosos.

En efecto, a nadie se le ocurriría quitarle méritos a Roque Sáenz Peña porque la ley de “sufragio universal” que lleva su nombre es semánticamente falsa, al no estar incluidas las mujeres o porque apenas un 12% de la población total votó en las elecciones de 1928. Tampoco dejaríamos de alabarlo aunque la idea haya sido planteada por otros, durante la Revolución Francesa o incluso antes.

La misma Indignación Copyright denunció la legislación laboral del primer peronismo porque, en realidad, eran ideas del socialista Alfredo Palacios. También, como en el caso de la feminista Victoria Ocampo, se opuso al proyecto de sufragio femenino pese a apoyarlo debido a sus “obscuras intenciones.”

Para los indignados, el drama parece radicar en que las mayorías, más rudimentarias y menos ilustradas a sus ojos, suelen darle el mérito político de las buenas iniciativas a los gobiernos que las implementan. Asombroso.


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