La esencia de la democracia

Hace unos días, Ernesto Sanz, candidato radical del multimarca UNEN, explicó que “la regla central de la democracia es que nadie tiene la verdad total”.

Cleto Cobos, ese extraño político que ejerció la oposición desde la vicepresidencia de la Nación, consideró que “la democracia es diálogo”.

Gerardo Morales, otro humorista radical, explicó por su lado que tener mayoría en el Congreso frena toda posibilidad de diálogo, lo que nos llevaría a pensar que la verdadera democracia es la que se ejerce desde la minoría.

Desde el PRO, la diputada Laurita Alonso opinó que “el disenso es la esencia de la democracia”, es decir que el gobernante que consiguiera el mayor apoyo popular- disminuyendo el disenso- estaría atentando contra la esencia misma del sistema que lo llevó al poder.

Para Sergio Massa, la esencia de la democracia es, en realidad, la alternancia. Un gobierno exitoso que lograra ser reelegido durante varios períodos sería, bajo esa interpretación, menos democrático que un gobierno fallido que, al no conseguir renovar su mandato, estaría incentivando la virtuosa alternancia. Los gobiernos fallidos y no los exitosos serían, entonces, los pilares de la democracia.

En la seguidilla de citas de sobrecitos de azúcar en la que se ha convertido el discurso opositor (la Oposición Narosky por llamarla de alguna manera) no es infrecuente escuchar que la esencia de la democracia es, además, muchas otras cosas, como el respeto hacia las ideas de los otros, la tolerancia, la austeridad, la estima por el adversario, la transparencia, la duda, la ausencia de ambición personal o incluso la falta de soberbia.

Lo asombroso es que en esa larga cadena de definiciones nuestra Oposición Narosky suele obviar la más elemental: el voto popular.

Pino Solanas, senador porteño preocupado por los estragos de la megaminería, llegó a explicar, luego de una derrota de sus aliados en Salta, que los votos de aquella provincia eran de baja calidad. No habría nada, al parecer, como la legitimidad que otorga ser minoría.

La letanía opositora describe al gobernante democrático como un hombre justo, que no cree tener la verdad, respeta a sus adversarios, cree en la necesaria tolerancia y en el fructífero consenso y apuesta al diálogo aún disponiendo de las mayorías necesarias para votar sus proyectos.

Pero lo cierto es que esas notables virtudes no tienen, en este caso, ninguna importancia. Si nuestros gobernantes toman la precaución de respetar el voto de las mayorías, con eso alcanza para ser democráticos. La Constitución no les exige creer nada en particular, como tampoco les impide ser soberbios o estar convencido de tener la verdad. Alcanza con que acepten las reglas del juego y, por supuesto, convenzan a las mayorías para que los apoyen.

La ausencia del voto popular en la larga perorata de esencias de la democracia con la que nos agobia nuestra Oposición Narosky apunta a construir legitimidad por fuera del apoyo de las mayorías. La legitimidad democrática estaría ligada, entonces, a cualidades más intangibles.

Una pista posible sobre esas cualidades es la que dieron los organizadores del Coloquio de IDEA que, a la vez que criticaron al gobierno por “querer imponer leyes”, propusieron que los candidatos aceptaran una serie de puntos como “políticas de Estado” que no dependerían del gobierno que se elija en el 2015. Es decir, políticas con coronita: definidas por gente que nadie votó, protegidas de los vaivenes electorales y a salvo de la voluntad popular.

La letanía de la Oposición Narosky, al incentivar la desconfianza hacia las mayorías, es un generoso elogio de la minoría ilustrada, del saber técnico exento de intenciones electoralistas y, en el fondo, de las virtudes del voto calificado. Todas caras de regímenes lejanos a la democracia a la que dicen aspirar. Paradojas de la Oposición Narosky.


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