DEBATE

El lenguaje no es machista

Hay cosas que los hablantes pueden modificar, de manera inconsciente (la mayoría de las veces) y algunas por decisiones políticas. El problema surge cuando no hay ningún problema en la estructura del idioma, pero un grupo militante sí cree que lo hay y quiere cambiar, no ya un ítem lexical aislado (una palabra o expresión), sino una estructura gramatical o sintáctica.

Daniel Molina

Continuando las investigaciones de Michel Foucault sobre el poder y el saber, a comienzos de 1977 Roland Barthes escribió: “El poder está presente en los más finos mecanismos del intercambio social: no solo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, las opiniones, los espectáculos, los juegos, los deportes, las informaciones, las relaciones familiares y privadas, y hasta en las fuerzas liberadoras que tratan de impugnarlo: llamo discurso de poder a todo discurso que engendra la falta en el otro, y por ende genera culpabilidad en el que lo padece”. Barthes agrega la razón por la que el poder está en todas partes: “La razón de esta esta ubicuidad es que el poder es el parásito de un organismo transocial, que está ligado a toda la historia humana, no solamente a la política; ese objeto en el que se inscribe el poder es el lenguaje”.

Ya lo había dicho Román Jakobson cuando clasificó las lenguas: un idioma se caracteriza menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir. Cada lengua crea un mundo distinto. En el francés y en el inglés (entre muchos otros idiomas) se está obligado a enunciar siempre el sujeto y eso da la idea que lo que se hace es una consecuencia de la persona que lo hace. La acción no es más que un atributo del sujeto. En castellano no existe esa norma. El sujeto puede invertirse, ir al final y en el uso cotidiano, incluso, lo más común es que el sujeto se borre de la enunciación. 

Las lenguas son obligatorias para los hablantes y no pueden ser modificadas por los individuos. A lo sumo un grupo social con mucho poder político y prestigio social puede modificar el uso de una palabra o una expresión (por ejemplo, hace un siglo se comenzó a usar “mogólico” como sinónimo despectivo de tonto o imbécil; y hace unos 20 años se comenzó a ver mal ese uso), pero no hay casos comprobables de que grupo social pueda cambiar conscientemente las reglas gramaticales, que son las que hacen que una lengua pueda ser comprensible.

Barthes dice que el lenguaje tiene una estructura tan sólida que es imposible modificarla sin pasar a otra lengua (eso ha sucedido en la historia -por ejemplo, los idiomas que surgieron del latín-, pero lleva siglos de transformaciones inconscientes). Barthes incluso dice que el lenguaje es fascista, porque no solo debemos someternos a su poder sino que además debemos constantemente aplaudirlo, difundirlo, repetirlo y acordar con lo que nos hace decir. A cambio de semejante sometimiento a una lengua, los hablantes gozamos del goce de comunicarnos y de tratar de entendernos. El sometimiento (al lenguaje) nos hace libre (de entendernos).

Aquella persona que desconoce la gramática y no tiene conocimientos lingüísticos cree que todo en un idioma está en el mismo plano. Que cada palabra aislada es lo mismo que las estructuras conceptuales de la gramática o las reglas sintácticas que nos permiten comprender el significado de una frase. Aislada la palabra “mesa” no dice nada, pero en la frase “la mesa está servida” ya tiene un sentido. La palabra puede adquirir un sentido solo cuando está en una frase (es decir, en una unión de sujeto y predicado). Podemos elegir las palabras que usamos, pero no podemos obtener sentido en castellano si no tenemos una frase con sujeto y predicado, por ejemplo.

Hay cosas que los hablantes pueden modificar, de manera inconsciente (la mayoría de las veces) y algunas por decisiones políticas: por ejemplo, dejar de usar palabras que remiten a enfermedades o a situaciones de estigmatización de determinados grupos (como el anterior caso de “mogólico”). A veces cuesta realizar esos cambios (y lograr que un gran grupo de hablantes los acepte como válidos), pero son cambios posibles. 

El problema surge cuando no hay ningún problema en la estructura del idioma, pero un grupo militante sí cree que lo hay y quiere cambiar, no ya un ítem lexical aislado (una palabra o expresión), sino una estructura gramatical o sintáctica. Quiere cambiar la forma en la que el castellano comunica y hace comprensible una frase. En ese caso está queriendo construir un esperanto de lo políticamente correcto. Es decir, quiere salir de la lengua que todos hablamos e inventar otra.

No existen ejemplos de lenguas artificiales que jamás hayan sido adoptadas por grandes comunidades de hablantes. En el siglo XVII, Descartes, Leibniz, John Wilkins y otros pensadores trataron de crear un idioma universal que no tuviera ambigüedades y que fuera completamente racional. Todos sabemos que, a pesar de ser algunos de los hombres más brillantes que jamás existieron, fracasaron en este intento: ese idioma es imposible.

El cambio que los partidarios de lo políticamente correcto proponen ahora en el castellano se parece a esa utopía del siglo XVII, ya que afecta a la estructura de la lengua (encima a una estructura que viene, ya no del latín, sino del indoeuropeo; es decir, de hace al menos unos 5000 años) y proponen abandonar el masculino como indicador de un grupo (y cambiarlo por el uso de un falso neutro -usar la “e” por la “o”: decir “les amiges” en vez de “los amigos”-.) Antes intentaron derribar el género masculino a través de la duplicación (“los amigos y las amigas irán de paseo”) o el uso de la @ y la x (que son impronunciables: amig@s o amigxs). El problema es que no comprenden que están queriendo cambiar la estructura conceptual inconsciente del idioma, no un mero uso circunstancial. Desconocen la historia, la gramática y el uso que hacen de su lengua los 500.000.000 de hablantes del castellano.

Los partidarios de lo políticamente correcto traducen erróneamente un debate que se entabla en las universidades norteamericanas sobre el sexismo en el lenguaje (recordemos que el inglés no tiene marca de género en los sustantivos) y mezclan ese debate con la existencia del género gramatical (que no tiene nada que ver con lo sexual). Parten de una serie de afirmaciones ciertas: la mujer sufre discriminación; hay comportamientos verbales sexistas; hay que lograr la igualdad social de la mujer y mostrar la presencia de la mujer en la sociedad. Pero todas estas afirmaciones ciertas no tienen nada que ver con el género gramatical castellano.

El género masculino es lo no marcado gramaticalmente. Esto viene desde la madre de todas las lenguas occidentales: el indoeuropeo (que dividía los géneros gramaticales entre animado e inanimado, y que el latín y en el castellano pasaron a masculino/femenino). Por eso se usa para designar a la totalidad (todo lo “no marcado” del lenguaje se usa para lo general, también el tiempo verbal no marcado -el presente- o el indicador de cantidad no marcado -el singular-). El lenguaje, como dijo Barthes, quizá sea fascista: nos obliga a someternos a él para que podamos entendernos. Pero el lenguaje no es machista. 

(Hay un artículo muy claro, detallado, no demasiado extenso, que explica en detalle por qué el masculino es el género gramatical no marcado, y por qué es lingüísticamente erróneo y, además, condenado al fracaso tratar de cambiarlo. “Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer”, de Ignacio Bosque)  

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