Opinión

Extremistas virtuosas

Una estatua erigida junto al Parlamento británico nos puede ayudar a recordar la virtud de los cristales rotos.

Sebastián Fernández


El Jardín de la Torre de Victoria se encuentra en el centro de Londres. Es un parque triangular, bordeado de árboles, que limita con el Támesis y en el que se erigen varios monumentos. Uno de ellos, situado a pocos metros del Parlamento, es la estatua de Emmeline Pankhurst, activista política británica y líder del movimiento sufragista, que luchó por el insólito derecho de las mujeres a votar como si fueran hombres.

Pankhurst fundó en 1889, junto a su marido, la Liga para el Sufragio Femenino (Women's Franchise League) con el objetivo modesto de lograr que las mujeres participaran en las elecciones locales y tuvieran los mismos derechos que los hombres en cuanto a herencia y divorcio. Fue recién en 1903 cuando fundó la asociación que la haría famosa: la Unión Social y Política de las Mujeres (Women’s Social and Political Union), cuyos miembros, exclusivamente mujeres, fueron conocidas como las “suffragettes”.

Al principio, su reclamo fue pacífico, pero frente a la reacción violenta del gobierno a sus marchas, las tácticas de las sufragettes se hicieron más radicales: "Este fue el comienzo de una campaña como nunca había conocido Inglaterra, o para el caso, ningún otro país. Interrumpimos un gran número de reuniones y fuimos violentamente expulsadas e insultadas. Con frecuencia quedábamos dolorosamente heridas y magulladas. La condición de nuestro sexo es tan deplorable que es nuestro deber violar la ley con el fin de llamar la atención sobre los motivos por lo que lo hacemos"; declaró con orgullo Emmeline, para quien el argumento de los cristales rotos era "el más valioso de la política moderna".

Pankhurst, admiradora de la Revolución Francesa, consideraba que las protestas pacíficas no habían conseguido el resultado esperado y que era hora de pasar a la acción, argumentando que “una tragedia evitaría muchas otras”. En 1913, varias sufragettes lanzaron dos bombas en la casa del ministro de Hacienda, por lo que Pankhurst fue condenada a tres años de prisión. Tanto ella como sus hijas y otras militantes conocieron la siniestra cárcel de Halloway, en la que llevaban adelante huelgas de hambre en defensa de sus derechos y eran alimentadas a la fuerza a través de sondas “Los médicos iban de celda en celda desempeñando su terrible oficio. Nunca olvidaré mientras viva el sufrimiento que experimenté durante los días que aquellos gritos retumbaban en mis oídos”, escribió en sus memorias.

Finalmente, en 1918, el gobierno cedió y dio un primer paso al aprobar el sufragio femenino a partir de los 30 años. Diez años más tarde aprobó que ese derecho pudiera llevarse a cabo a la misma edad que los hombres. Pankhurst no llegó a ver concretado el sueño de su vida: falleció un mes antes, el 14 de junio de 1928, a los 69 años de edad.

Frente a la letanía reaccionaria que se escuda detrás de “la ley” para oponerse a cualquier ampliación de derechos, es conveniente recordar una de las mejores frases de la fundadora de la Unión Social y Política de las Mujeres: “Estamos aquí, no porque seamos transgresores de la ley; nos encontramos aquí para convertirnos en hacedores de leyes".

En aquella época esas militantes no eran vistas como hacedoras de leyes ni como ampliadoras de derechos sino como subversivas antisistema, arpías, machonas, mujeres resentidas y amargadas que detestaban a los hombres por no conseguir marido. Pese al tiempo transcurrido, las caricaturas de esas militantes no difieren mucho de los lugares comunes que hoy ridiculizan los reclamos feministas en general o el de #NiUnaMenos en particular. Ocurre que hace 100 años, feminazi se decía sufragette.



Como escribí en esta misma columna sobre Ruby Bridge y Rosa Parks, hoy es fácil apoyar la lucha de Emmeline Pankhurst y, por supuesto, la legitimidad del sufragio femenino. Lo difícil es aceptar los métodos extremos que, en la actualidad, logran hacer avanzar los límites de nuestros derechos, como sus métodos lo lograron hace un siglo.

Una estatua erigida junto al Parlamento británico nos puede ayudar a recordar la virtud de los cristales rotos.

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