OPINION

Los riesgos de la correa de trasmisión

De arquitectos, represiones, terroristas y aires acondicionados. La nueva columna de Sebastián Fernández. Pasen y lean.

Sebastián Fernández
Hace unos años, un amigo arquitecto llevó a cabo un proyecto de oficinas. Al recibir los planos y la estimación de costo de obra, su cliente afirmó que la cifra era exorbitante y le pidió que eliminara la instalación de aire acondicionado. Mi amigo intentó disuadirlo, explicándole las consecuencias de esa decisión pero su interlocutor argumentó que no tenía tanta plata, que se trataba de un lugar de trabajo y no de un hotel cinco estrellas, y dio por terminada la discusión. Unos meses más tarde, luego de inauguradas las oficinas, mi amigo recibió un llamado de su cliente: “¡Me hiciste un invernadero, es imposible trabajar en estas condiciones!”. Cuando trató de recordarle que había sido él quién había decidido eliminar el aire acondicionado, su cliente le respondió furioso: “¿Quién es el arquitecto, vos o yo?”.
 
Más allá del maltrato innecesario, que los arquitectos solemos tolerar como algo natural, el cliente tenía razón. Un proyectista no es una correa de transmisión de los pedidos de sus clientes sino un profesional que interpreta un determinado programa y lo lleva a cabo respetando muchos otros parámetros, como las reglas del arte, las normas vigentes y su propia experiencia en la materia.
 
Con nuestros gobernantes ocurre algo similar. No son una simple correa de transmisión de nuestras demandas, pese a lo que puedan pensar los reaccionarios bobos que repiten “a estos tipos les pago el sueldo, trabajan para mí”. Nuestros representantes no son nuestros empleados, no hay relación de dependencia alguna ni, aún menos, obediencia debida.
 
A mediados del 2002, durante una movilización a favor del aumento de sueldos y subsidios para desocupados, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán fueron abatidos por la policía bonaerense. La violenta debacle del gobierno de la Alianza había ocurrido apenas unos meses antes y la opinión pública, o lo que los medios definían como opinión pública, exigía que el gobierno de Eduardo Duhalde terminara con los piquetes. Esos mismos medios denunciaban que los piqueteros irían armados (pese a que no eran guerrilleros kurdo-mapuche) y que se los debía frenar a toda costa.
 
Sin embargo, como suele ocurrir en nuestro país, quienes exigen sangre no necesariamente toleran que se derrame. Apenas se conocieron las siniestras imágenes de los asesinatos, que desmontaron las operaciones que denunciaban a los propios piqueteros como responsables (pese a que no eran guerrilleros kurdo-mapuche), el escándalo fue tal que Duhalde se vio obligado a adelantar las elecciones.
 
Algo similar ocurrió cuando en 2007 el docente Carlos Fuentealba fue abatido por un policía de Neuquén durante el operativo que buscaba impedir un corte de ruta. El repudio en el país fue tal que terminó con la carrera política del gobernador Jorge Sobisch, una de las esperanzas blancas de la derecha que coqueteaba con una fórmula conjunta junto a Mauricio Macri para las presidenciales de ese año.
 
Desde la desaparición de Santiago Maldonado durante un operativo de Gendarmería en la comunidad mapuche Pu Lof en Resistencia de Cushamen, el gobierno y nuestros medios serios, que llegan a las mismas conclusiones pero de forma independiente, lanzaron una generosa retahíla de versiones que situaban a Maldonado en Chile, en San Luis, en Entre Ríos e incluso en Tierra del Fuego. Sólo faltó Ganímedes.
 
La aparición del cuerpo del joven hace unos días probó que quienes afirmaban que estaba en la Pu Lof durante el operativo no mentían. Las operaciones mediáticas apuntaron entonces hacia una nueva y asombrosa dirección: la víctima se habría ahogado sola. Las oportunas declaraciones del juez que señalaron que "el cuerpo no tenía lesiones"  ayudaron en ese sentido.
 
Respondiendo a una demanda que ubica en la “opinión pública” y también a la voluntad de quedar bien con grandes terratenientes como Joseph Lewis o Luciano Benetton, el gobierno arengó a la Gendarmería hacia un enemigo tan poderoso como imaginario: el terrorismo mapuche. Cometió así el mismo error que mi amigo arquitecto y que el poder político en los casos de Kosteki, Santillán y Fuentealba: actuar como correas de transmisión sin mediación alguna entre una supuesta demanda social y las fuerzas de seguridad que la ejecutan (nunca mejor dicho). Y olvidó que quien exige mano dura no necesariamente acepta las consecuencias fatales de esa demanda.
 
Que la ciudadanía no haya castigado electoralmente al gobierno por la aparición del cuerpo, contrariamente a lo que temió el propio oficialismo, no necesariamente implica un cambio en la repulsión virtuosa hacia las consecuencias fatales. A diferencia de las escalofriantes fotografías de la muerte de Kosteki y Santillán no contamos con imágenes de la de Santiago Maldonado.
 
Hasta que termine la investigación muchos podrán aferrarse a la fantasía de que luego de 80 días de encubrimiento, la muerte de un joven desarmado que se ahogó mientras era perseguido por la Gendarmería en el transcurso de un operativo ilegal puede ser un hecho aislado, sin responsabilidad oficial. 

COMENTARIOS