OPINIÓN

Breve historia de la grieta y sus virtudes

No deja de sorprenderme el enorme poder con el que debería contar un gobierno para lograr separar a un país unido. Aunque es aún más sorprendente en el caso de un país como el nuestro, que nunca lo estuvo.

Sebastián Fernández

En una reciente entrevista en la que le preguntaron qué pensaba de la política argentina, Joaquín Sabina opinó: “Todos mis amigos han sido muy K. Yo no tanto. Creo que el gobierno de Néstor hizo cosas que estuvieron muy bien, pero al final y con Cristina dividieron al país de modo tal de ‘Estás conmigo o contra mí’. No me gusta”. 

El conocido artista suscribe así a una de nuestras más tenaces letanías de cola de verdulería: la grieta que separa a los argentinos. No deja de sorprenderme el enorme poder con el que debería contar un gobierno para lograr separar a un país unido. Aunque es aún más sorprendente en el caso de un país como el nuestro, que nunca lo estuvo; al menos desde que los patriotas se opusieron a los realistas, los unitarios a los federales, los antirrosistas a los rosistas, los liberales a los autonomistas, los radicales a los conservadores, los antiyrigoyenistas a los yrigoyenistas, los antiperonistas a los peronistas, los desarrollistas a los liberales, los trotkistas a los trotkistas, y, últimamente, los antikirchneristas a los kirchneristas.

La Argentina nunca fue un cantón suizo, aunque dudo que los cantones suizos lo sean realmente. En nuestro país la discusión política en general y las ampliaciones de derechos en particular han generado siempre confrontaciones. Por discrepancias políticas, Domingo F. Sarmiento trató a su antiguo amigo Juan Bautista Alberdi en las Ciento y una, de “raquítico, jorobado de la civilización (…) mentecato que no sabe montar a caballo, abate por sus modales (…) mujer por la voz, conejo por el miedo y eunuco por sus aspiraciones políticas”. Años más tarde, en plena batalla por la ley 1420 de educación laica, gratuita y obligatoria, el presidente Julio A. Roca no dudó en expulsar al nuncio apostólico, que operaba abiertamente en contra del proyecto de ley, generando la ruptura de relaciones diplomáticas con el Vaticano.

Durante la revolución de 1905- es decir, más de 60 años antes de las FAR, Montoneros y el ERP- los radicales de Hipólito Yrigoyen llamaron a tomar las armas contra el gobierno de Manuel Quintana que consideraban ilegítimo, llegando incluso a secuestrar a su vicepresidente y a amenazar con matarlo si el presidente no renunciaba. Exigían algo tan delirante como el sufragio universal.

Las crispadas discusiones entre yrigoyenistas y antiyrigoyenistas fueron un clásico durante los gobiernos radicales, llegando incluso Marcelo T. De Alvear, sucesor de Yrigoyen, a apoyar el golpe de estado en contra de su antiguo mentor. Para el gobierno de facto que los expulsó del poder, los radicales fueron “una horda, un hampa”. Al parecer, la UCR era una organización mafiosa que buscaba separar a los argentinos y, para volverlos a unir, el primer paso consistía en quitarles el derecho del voto.

Luego del radicalismo, la grieta fue adjudicada al peronismo, aún entre quienes apoyaban algunas de sus iniciativas, como Victoria Ocampo, apasionada feminista que sin embargo se opuso al sufragio femenino porque lo impulsaba Juan D. Perón. De la misma forma, el aguinaldo, que hoy todos aplaudimos, desató las críticas furiosas no sólo de la patronal, sino también de la UCR, el Partido Socialista e incluso el Partido Comunista, porque esa iniciativa "perjudicará a los pequeños patronos" (una candidez sólo superada 60 años más tarde por el trotskista MST al marchar junto a la Sociedad Rural contra el gobierno de CFK).

La decisión de Raúl Alfonsín de llevar a juicio el terrorismo de Estado también generó confrontación (hoy lo hemos olvidado, pero el diario La Prensa sostenía que la juventud alfonsinista contaba con los mismos depósitos de armas imaginarios que varias décadas más tarde se le asignarían a La Cámpora y la Tupac). De haber optado por no enjuiciar los crímenes de la Dictadura, como ocurrió en Chile, España o Sudáfrica, Alfonsín se hubiera ahorrado la división entre ciudadanos que tanto preocupa a Sabina. Lo mismo hubiera ocurrido con el kirchnerismo de no haber relanzado los juicios por crímenes ocurridos durante la Dictadura, no haber aumentado las retenciones, no haber eliminado las AFJP o no haber implementado el matrimonio gay, iniciativas que también generaron divisiones. Alfonsín y los Kirchner hubieran gozado así de gobiernos menos confrontativos pero sus representados hubiéramos heredado un peor país.

Uno de los conceptos más hábiles que logró imponer el pensamiento reaccionario es que la confrontación es una forma de gobierno, no el resultado de acciones de gobierno. Nuestra historia ilustra que, al contrario, dicha confrontación no depende de formas rudas o estilos sedosos sino de iniciativas políticas.

Gracias a la famosa grieta, hoy las mujeres pueden votar, nos podemos casar sin ser discriminados por nuestras preferencias sexuales, gozamos de la escuela pública, gratuita y laica, de la jornada de trabajo de 8 horas, de las vacaciones pagas, y de que el matrimonio sea un simple contrato y ya no un sacramento, ideas que hasta no hace mucho parecían disparatadas. Creer en un sistema desprovisto de confrontación por proyectos políticos no sólo es irreal, es sobre todo peligroso: nos hace soñar con la perfección del totalitarismo. Pero sobre todo, nos hace creer que las ampliaciones de derechos sólo deben avanzar sin conflicto, buscando una ilusoria unanimidad ciudadana.

Lo que, al fin de cuentas, equivale a frenarlas.

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