OPINIÓN

La ebriedad de la democracia

La universidad gratuita, una de nuestras más viejas tradiciones, parece también formar parte de una "pesada herencia". Según el diagnóstico oficialista nuestro drama sería el exceso de derechos. Al parecer, debemos entender de una vez por todas que somos un país pobre y obrar en consecuencia.

Sebastián Fernández


“En nuestro país nos embriagamos hablando a cada momento de la democracia, y la democracia aquí y la democracia allá.” Gral. José Félix Uriburu, 15 de diciembre de 1930.

La semana pasada, en esta misma columna, mencioné la “orgía de derechos” denunciada por el sindicalista Dante Camaño, esa extraña herencia de un gobierno autoritario y liberticida como el kirchnerista. Más allá de esa aparente contradicción, es un buen resumen de época: según el diagnóstico oficialista- una vez que tomamos la precaución de liberarlo de globos y banalidades de autoayuda- nuestro drama sería el exceso de derechos, de subsidios, de impuestos, de gasto social e incluso de empleo público. Al parecer, debemos entender de una vez por todas que somos un país pobre y obrar en consecuencia.

La universidad gratuita, una de nuestras más viejas tradiciones, parece también formar parte de esa pesada herencia. Hace unos meses, Ricardo Roa se preguntaba en Clarín: “¿Qué país en el mundo y con nuestro nivel de pobreza permite que el acceso a la universidad sea libre y gratuito? El fracaso de esta estrategia lo paga toda la sociedad. Y el costo es altísimo. No hay estímulos para el estudio y da lo mismo aprobar que no aprobar.” La gratuidad de la universidad no sólo le quitaría estímulos a los estudiantes, algo de por sí bastante asombroso, sino que, además, sería injusta hacia los que menos tienen. Con un encomiable sentido de la equidad, Roa concluye que “los pobres cuyos hijos no llegan a la universidad deben pagar igual los impuestos para sostener instituciones de una calidad dudosa.” La solución a la inequidad, al parecer, no pasa por aumentar los impuestos a los más ricos sino por disminuir los derechos para los más pobres. Como señaló Hernán Cortiñas en respuesta a la columna de Roa, “si la preocupación fuese cambiar la regresividad del sistema impositivo, claramente la mejor opción sería crear impuestos a las grandes fortunas y no arancelar las universidades públicas”.

Pero lo más asombroso es que esta discusión llega cuando uno de los sistemas universitarios más elogiados por el oficialismo, el chileno, está en plena crisis y el gobierno de ese país, presionado por la ciudadanía, propone la reforma del arancelamiento. Un modelo que hasta ahora no ha generado un mayor nivel académico que el de este lado de la cordillera, pero sí generaciones endeudadas hasta el cuello; que es financiado por un cuestionado reparto de colosales fondos públicos través de becas y créditos directos a las instituciones, y sobre todo, una estafa generalizada al principio que define a las universidades privadas como entidades “sin fines de lucro”, a través de contratos simulados y de sociedades proveedoras de bienes y servicios que pertenecen a los mismos dueños de esas entidades y que canalizan los enormes excedentes de las mismas.

Pero no sólo ese modelo entró en crisis: en plena campaña electoral, Hillary Clinton retomó uno de los proyectos de su ex rival demócrata Bernie Sanders y se comprometió a trabajar “para que ningún estudiante tenga que endeudarse para estudiar en una universidad pública de su estado.” Su proyecto propone que las familias con ingresos anuales de hasta $ 125.000 dólares no paguen la matrícula en las universidades públicas estatales. Esa cifra cubriría a más del 80% de todas las familias de EEUU.

Es interesante ver como un país pobre, en franca decadencia desde casi siempre y caído del mundo ha logrado, desde hace más de 100 años, eso que la principal potencia mundial propone tímidamente conseguir en forma limitada y escalonada recién ahora. Será que en la ebriedad de la democracia los tragos son menos amargos.  

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