OPINIÓN

Una honesta declaración de principios

En el caso de los gobernantes y de los políticos, decir es otra forma de hacer. A pesar de que lo que se dice son sólo palabras, pueden definir horizontes completamente diferentes. Macri, durante los festejos por el bicentenario de la Independencia, planteó una serie de definiciones que generaron asombro.

Sebastián Fernández
 Juan D. Perón solía decir que "mejor que decir es hacer, y mejor que prometer es realizar". No es una de sus citas más felices ni tampoco una que haga honor al gran orador que fue. Aún lejos del poder, Perón “hizo” mucho a través de su palabra (incluso de su palabra grabada): explicó, definió horizontes y alianzas posibles, generó poder y también lo consolidó.

Ocurre que en el caso de los gobernantes y de los políticos, decir es otra forma de hacer. Por supuesto, enunciar un hospital no equivale a construirlo, pero explicitar objetivos políticos e incluso sueños que parecen lejanos, es una manera de empezar a concretarlos.

Cada vez que declamaba el Preámbulo en los actos de la campaña presidencial de 1983, Raúl Alfonsín enunciaba lo que para él era el drama de la Argentina -la falta de respeto a la Ley- a la vez que proponía una solución: la plena vigencia de la Constitución. Fue un mensaje que ayudó a concretar lo que hasta ese momento nunca había conseguido la UCR, vencer al peronismo en elecciones libres.

Explicar que “pobres hubo siempre”, como solía hacer Carlos Menem, o declarar que "mientras haya un solo pobre en la Patria, nadie puede bajar los brazos" como hizo CFK, son sólo palabras pero definen horizontes completamente diferentes. Menem señala una fatalidad, un dato estadístico al parecer casi inmune a la política. CFK detecta esa realidad pero asume el compromiso de querer superarla a través de la política. Son diagnósticos diferentes que definen al menos expectativas distintas.

Durante los festejos por el bicentenario de la Independencia, Macri planteó una seria de definiciones que generaron asombro. Ningún presidente había opinado hasta hoy que la independencia de la Corona española pudiera haber generado “angustia” en nuestros próceres, sentimiento que uno relacionaría más con lo que padece un adolescente al irse de la casa paterna antes que con los sentimientos de los políticos decidiendo el destino de una nación. Pero lo más asombroso fue otra declaración: "Cada vez que un gremio consiguió reducir la jornada laboral, todos los argentinos lo asumimos como parte de un costo". En el año del bicentenario de nuestra Independencia, uno de los mensajes de nuestro presidente fue que reducir la jornada laboral, es decir, aumentar el bienestar de sus gobernados, no sólo es una tarea que compete exclusivamente a los sindicatos y no al gobierno sino que, además, es un “costo” que no deberíamos asumir.

Sin embargo, mal que le pese al presidente, la tendencia en Argentina y en el mundo va en el sentido de reducir la jornada de trabajo. De las 12 horas diarias que se trabajaban hasta el siglo XIX, pasamos a la jornada de 8 horas votada durante la segunda presidencia de Yrigoyen. Reducción que generó por supuesto reacciones adversas que también anunciaban costos imposibles de solventar y quiebras tan inminentes como imaginarias. Sin embargo, pese a esa letanía, la productividad no dejó de aumentar, sin contar que ese mayor tiempo libre -ese ocio hasta entonces reservado a la aristocracia- también generó riqueza a través de nuevos consumos populares, como los que produjeron las vacaciones pagas, otro “costo” también criticado.

El pensamiento reaccionario actúa como una fricción constante frente a la ampliación de derechos. La reducción de la jornada de trabajo, las leyes laborales, las vacaciones pagas o el aguinaldo, fueron denunciados en su momento con similares argumentos revestidos de un barniz de seriedad objetiva, desprovista de carga ideológica: eran costos que simplemente no podíamos solventar.

Un enunciado de este tipo es preocupante teniendo en cuenta que el gobierno anunció el envío al Congreso de un proyecto de reforma laboral antes de fin de año. Tal vez los asombros continúen y el oficialismo proponga volver a la jornada laboral de 1816 o a sistemas más tradicionales como la mita o el yanaconazgo.

Pero el anuncio es también una buena noticia: el presidente parece haber dejar de lado la neolengua del PRO, generosa en enunciados vaporosos sobre la felicidad del diálogo y la alegría de trabajar en equipo, y optó por dar definiciones políticas claras.

Es una honesta declaración de principios. 

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